Que Dios bueno, que nos envió a Su Hijo predilecto, nos alimente con Su Palabra constantemente, para que, por la intercesión de san José, podamos cuidarla y hacerla crecer entre nosotros.
Hemos visto que van ya dos semanas de Cuaresma, en las que se nos enseñó primero que debemos imitar a Jesucristo en todo lo que él hizo, dijo y dejó de hacer y de decir. Ahora se nos habla de la Transfiguración, donde puede ser un signo de esperanza, pero, igual, puede ser una señal de alerta. Lo que sí debemos tener como hábito cuaresmal es escuchar la Palabra de Dios, que es Cristo.
¿Cómo escuchamos a Cristo hoy si fue hace dos mil años que Él estuvo con nosotros? Sabemos que no hay que esperar ninguna otra revelación pública más que la de la vida de Jesucristo (cf. DV 4), sin embargo esa Revelación la tenemos en la Tradición y en la Sagrada Escritura. En la medida en la que profundizamos en el conocimiento de la Fe por lo revelado, estaremos escuchando a Dios hablar.
Es cierto que Dios habla en cada acontecimiento de nuestras vidas. Pero hay que comprender que una cosa es el emisor, otra el mensaje y otra el receptor. El emisor de la “Palabra de Vida” es perfecto y hasta asume el lenguaje nuestro para comunicarse con nosotros (cf. Hb. 1, 1); el mensaje es verdadero, bueno y bello porque es Salvación; pero los receptores a veces no atendemos lo que se nos dice ni a quien nos lo dice.
Por ello, sólo el que obedece con la Fe puede escuchar con atención el mensaje y hacerlo vida en sí. La Palabra de Dios es tan verdadera que es una Persona engendrada, por ello María primero debía haber concebido en su corazón antes de concebir en su vientre (cf. San Agustín, Sermón 293). ¿Puede Jesucristo ser engendrado en tu corazón y luego transfigurarse y transfigurarte?
Escuchar a Cristo y hacer todo lo que Él nos diga (cf. Jn. 2,5) es hacer la Voluntad de Dios, incluso si eso implica romper con nuestras propias mañas y comodidades. San Pedro, por ejemplo, quiso quedarse en lo alto del monte y no descender a preocuparse por los demás. Así nos sucede a nosotros, pero no estamos escuchando a ese Jesucristo que nos dice: “Levántate, no tengas miedo” (cf. Mt. 17,7).
Que no nos pueda el miedo, ni nos pueda la costumbre. Que, para encontrarse con Dios, hay que elevarse sobre lo cotidiano y ver la aparente contradicción de una nube luminosa que da sombra. Una vida de renuncia es buena, pero, si no tiene la escucha de la obediencia, no es más que dolor que trauma, no que sana. Escuchemos la Voz de Dios en todo, y hagamos caso a Jesús. ¿Te animas?