Que por los méritos de la Encarnación de Su Hijo Jesucristo, Dios tenga misericordia de nosotros por lo que hacemos que nos aleja de Él, y que seamos capaces de reconocer esa Misericordia en nuestras vidas.
Tercera semana de Cuaresma, y todavía se me hace difícil mantener un ayuno o ser coherente con mi sacrificio. Aún no puedo encontrarme con Dios, por más oración que hago. ¿Qué puedo hacer? Me siento tan decepcionado de mí mismo que quisiera dejarlo todo, porque, al final, sólo vuelvo a caer en el mismo pecado.
Justamente porque sabemos cuán débiles somos el Domingo pasado clamamos juntos a Dios diciendo: “Señor, Padre de Misericordia y origen de todo bien, que aceptas el ayuno, la oración y la limosna como remedio de nuestros pecados, mira con amor a tu pueblo penitente y restaura con tu misericordia a los que estamos hundidos bajo el peso de las culpas” (Oración Colecta, III Domingo de Cuaresma, Año A). ¿Qué sucede con la manera en la que entendemos nuestra fe?
El tercer hábito que debemos tomar los cristianos en esta Cuaresma y, también, para el resto de nuestras vidas es ser humildes ante Dios. Diría santa Teresa de Jesús en su Libro de la Vida: “Quiere su Majestad y es amigo de ánimas animosas, como vayan con humildad y nieguen confianza en sí” (13, 2). Y es esta misma santa la que afirma que la humildad es andar en la verdad (cf. Las Moradas, 10, 7). ¿Qué sería ser humildes? Reconocer lo bueno como bueno y lo malo como malo.
A muchos nos falta esa humildad ante Dios. Con nuestros quehaceres diarios y nuestros hábitos cristianizados, olvidamos que somos pecadores. Se nos olvida que tenemos una inclinación al mal que sólo Dios puede enderezar. No soy yo quien puede, no soy yo quien se salva; es Dios quien me puede. En este sentido afirmaría san Pablo: “Me complazco en mis debilidades […]; porque cuando soy débil entonces soy fuerte” (2 Co. 12, 10).
Dios sabe perfectamente que somos débiles, y la Iglesia lo ha reconocido y lo ha enseñado así por los siglos. De nosotros poder hacer cualquiera cosa como hábito para ir siendo menos débiles, no hubiera sido necesario el anuncio del ángel a la Virgen Santa y de la Encarnación del Hijo de Dios. La razón de Su Vida toda llena de pasión era asumir esas debilidades y redimirlas, no desaparecerlas. Nuestras debilidades son el lugar donde Dios manifiesta Su Poder.
Cuando reconozcamos que las prácticas cuaresmales son remedio ante Dios de nuestros pecados, y un antídoto súbito, entenderemos que la santidad es un camino de conversión, entenderemos que la conversión toma tiempo y perseverancia, entenderemos que Dios es el artífice de la Santidad en nosotros. Dejemos que Dios haga. Seamos humildes ante Su acción en nosotros.