Que hoy sea un día lleno de bendiciones para ti. Pidamos juntos a Dios que, siendo Él la Misericordia misma y dándonos a conocer la Verdad en el Amor, nos enseñe a ser coherentes con la Gracia que nos ha dado, para que, por la intercesión de san Próspero de Aquitania, llevemos el mensaje de Su Amor a todos los que nos rodean.
San Próspero fue, posiblemente, un laico que tuvo que enfrentar los remanentes del pelagianismo, una herejía que surgió en su época. A él le correspondió dirigir el enfrentamiento contra aquellos que decían que el pecado original no se hereda, que el ser humano puede valerse por sí mismo para salvarse, que la voluntad humana es suficiente. Justo de esto queremos hablar hoy, del numeral 22 de la Constitución Pastoral Gaudium et Spes que nos afirma que Cristo es el Hombre Nuevo.
Estamos viviendo en un mundo que ha relativizado todo lo que le hemos permitido relativizar: el concepto de vida, el concepto de familia, el de sexualidad, el concepto de lo bueno y lo malo… Y por eso sucede que hay muchos hermanos creyentes que afirman que amar a Dios consiste en ser bueno. Al querer conciliar todo lo que existe y negar la existencia de verdades absolutas, se afirma que lo importante del cristianismo es su filantropía, es decir, hacer cosas buenas por los demás. Nunca ha habido una manera más astuta de confundir a los creyentes que haciéndoles creer que su fe aplicada se reduce a una acción social.
La voluntad humana se ha convertido en el centro del universo, y se piensa “sólo si yo lo deseo las cosas pueden cambiar”. Este antropocentrismo sin Dios es lo que ha hecho que Adán y Eva pecaran y, por lo tanto, la muerte y el sufrimiento vinieran a nosotros. Querer ser dios sin Dios y desobedecer a Éste es el gran mal de hoy. Y estamos permitiendo que eso entre en nuestras comunidades, homilías, grupos de oración, actitudes… Si llegas a afirmar que lo importante es ser bueno, estás apartándote de tu fe.
Existe, por igual, el otro extremo: aquellos que ponen la acción de Dios y la del demonio como lo único que mueve sus vidas. Muchos afirmamos que si algo bueno sucede, eso fue Dios; si algo malo hice, eso fue el demonio. ¿Y tu voluntad? ¿Eres un títere? Diría el tercer concilio de Constantinopla (año 556) a propósito de Cristo: “Así también la voluntad humana, al ser deificada, no fue suprimida”. Dios no anula lo que Él ha creado, sino que lo perfecciona en Su Amor.
Estas dos posturas, una totalmente antropocéntrica y otra totalmente teocéntrica, son incompletas y pueden llevar al error en los que acuden a ella. Hemos visto —y tú quizá tengas más experiencia que yo en esto— que los hermanos que viven como si nada sucediera, como si todos conocen a Dios de manera distinta, como si no hay que mortificarse por el otro, son los hermanos que ponen al ser humano como centro de sus pensamientos y Dios es una de las maneras que hay para ser buenos. Por igual vemos —y éstos son más notorios, aunque no más frecuentes— que los hermanos que andan satanizando obras en sus vidas, deificando acciones en lo que sucede, dejándoselo todo a un supuesto obrar de Dios sin mover ni un dedo, esos son los hermanos que ponen a Dios aplastando la voluntad humana en ellos.
El concilio nos dice que Dios se humanizó en Cristo, y que el ser humano se deificó en Cristo. La voluntad humana está sometida en el Amor a la Voluntad de Dios. Esto es, Dios quiere que todos nos salvemos, pero no nos obliga a buscarlo. Cristo es el Hombre perfecto, la humanidad santificada. Él hizo lo que hizo no sólo porque era Dios, sino porque además asumió la Voluntad de Dios en Él; por ello podremos hacer las cosas que Él hizo y aún mayores (cf. Jn. 14, 12). Dios actúa en ti por Cristo; Cristo actúa en ti por el Espíritu Santo; el Espíritu Santo obra en ti porque te dejas amar por Dios.
Todos tenemos acceso a la salvación, aunque no todos queramos aceptarla. El verdadero ser humano es el que se asocia al Verdadero Hombre, al Nuevo Adán, a Jesucristo, y Éste sufrió, padeció y murió por los demás. El sufrimiento adquiere una dimensión redentora y esto es lo que debemos lograr nosotros: aprender a asumir nuestros pecados como el lugar donde Dios nace, donde Dios sana, donde Dios resucita tu vida. Cuando creas esto, verás que no tendrás que esforzarte en que los demás crean en Dios, porque todo lo que digas y hagas será desde el Amor y hablarán de Dios.