¡Cristo ha resucitado! ¡Aleluya, Aleluya! Que Dios Padre lleno de Amor y Misericordia nos regale la Luz de la Resurrección de nuestro Señor Jesucristo para que por intercesión de san Francisco de Paula, sepamos abrir los ojos ante la Verdad plena de Su Amor y podamos llegar al conocimiento Suyo.
Estos días han sido de celebraciones intensas, de liturgia densa, de emociones diversas. El Santo Triduo nos ha llevado por el camino glorioso de la Pasión, de la Muerte y de la Resurrección de Jesucristo, Señor nuestro. Esta semana de Octava de Pascua nos hace recordar la verdadera importancia del Misterio de la Cruz, del mysterium iniquitatis: Dios ha permitido la muerte para traer, por ella, la Vida. Este tema parece haberse convertido en tabú entre nosotros porque ya no se escucha a los sacerdotes predicarlo, porque ya muchos hablan de que el crucifijo —del latín crucifixus, crucificado— es innecesario, porque ya Cristo resucitó hace dos mil años. A propósito de la Liturgia, sobre la que hemos venido reflexionando con la Constitución Dogmática Sacrosanctum Concilium, reflexionemos sobre esto: ¿Resucitó hace dos mil años el Señor?

El Sábado Santo en la mañana, en la Pascua Juvenil, tuve la oportunidad de conocer a un joven con un crucifijo al que le había quitado la imagen del crucificado. Le dije muy jocosamente: “Ahí falta alguien”. A esto me respondió que él entiende que la cruz está vacía porque ya Cristo ha resucitado. Y lo mismo he visto que han publicado en las redes sociales muchos hermanos cristianos no-católicos. Y tienen toda la razón al afirmar que ya Cristo ha resucitado, hace cerca de dos mil años. Pero la Resurrección no es un evento meramente histórico, sino que, además, es un acontecimiento en la eternidad.
Cristo ha vencido la muerte, ¿para qué? Para que la muerte ya no tenga poder sobre nosotros. Siendo esto así, ¿por qué morimos aún? Creyendo en Él, morimos, pero viviremos (cf. Jn. 11, 25-26). Es que nosotros predicamos un Cristo crucificado (cf. 1Cor. 1, 23), no uno que haya dejado la cruz vacía solamente, sino Uno que predica con su ejemplo aquello de que “si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn. 12, 24). Se hace necesaria la muerte ignominiosa del Señor para resucitar.
Como la Liturgia es una acción de Cristo Cabeza y de Su Iglesia (cf. SC 7), y la Iglesia nace del agua y la sangre que brotan del costado de Su Señor (cf. SC 5), es necesario predicar una Muerte redentora, que adquiere su sentido con la Resurrección, pero que, de por sí, redime. Lo que ha destruido nuestra muerte ha sido la Muerte de nuestro Señor. Lo que ha acabado con la consecuencia del pecado que dejamos entrar en el mundo es la Pasión y Muerte dolorosa de Cristo. Esto lo vivimos en la Liturgia, que es el lugar en el cual toda la Iglesia se une realmente en el misterio Pascual. Por la Liturgia todos nosotros somos transportados a la eternidad del Misterio de nuestra Salvación y, con Dios y los ángeles y los bienaventurados, celebramos dicho Misterio.
Históricamente, Jesucristo resucitó hace dos mil años. Es una realidad histórica, que afecta nuestras vidas, que nos cuestiona, que nos interpela. ¿Cómo puede un hombre muerto volver a la vida luego de tres días de putrefacción? Litúrgicamente, Jesucristo resucita en cada Domingo, en cada Eucaristía, en cada Sacramento, en cada Noche Santa de Pascua. Necedad es insistir en una Cruz vacía, cuando la cruz es signo de muerte y signo de pecado grave; sabiduría divina es la Cruz como signo redentor, con nuestro Redentor. Él “muriendo, destruyó nuestra muerte, y resucitando, restauró la vida” (cf. Prefacio Pascual).
Por esta y miles de razones más es que la Liturgia no es un evento social, ni un conjunto de ritos rígidos, sino que la Liturgia es actualización de la Fe, es espiritualidad viva de la Iglesia viva, es predicación de un Cristo vivo que, así como vive y reina por los siglos de los siglos, muere constantemente para la salvación de cada espacio de tu vida y la mía. Él vive en lo que has permitido que resucite en ti, y Él muere en lo que constantemente le echas a la muerte. Lo que Cristo desea es que todo tu ser, todo tu corazón, toda tu alma y toda tu mente ame al Padre (cf. Mt. 22, 37), para que Él te devuelva plenamente la vida en el Espíritu y puedas resucitar con el Primogénito de entre los muertos (cf. Ap. 1, 5). ¡Verdaderamente ha resucitado! ¡Aleluya, Aleluya!