Buen día, hermanos y hermanas en el Señor. Que nosotros, que hemos sido bautizados y confirmados en la fe según el ejemplo y el mandato de Jesucristo, seamos fieles mensajeros de la Palabra de Salvación que Dios tiene para todos nuestros hermanos, para que, por la intercesión de san Pablo de Tebas y san Arnoldo de Janssen, nuestras vidas se parezcan cada día más a la de nuestro Señor y Salvador.
No son pocas las ocasiones en las que escucho a hermanos citar textos de la Sagrada Escritura para refutar argumentos en mis prédicas. Normalmente, les respondo con mucha paciencia y con extremo cuidado de no ofenderlos. Pero, en ocasiones, las actitudes de tomar el texto fuera del contexto del libro al que pertenece son tan altaneras y constantes que sólo con autoridad y fuerza pueden ser corregidos. Recuerdo el caso de una joven que insistía en errores de interpretación bíblica, a lo que tuve que responder con fuerza: “No, no, no. ¡Y no eres católica!”. ¿Cómo debe ser entendida la Sagrada Escritura? ¿Quién debe encargarse de interpretar los textos sagrados? Esto lo trata la Constitución Dogmática Dei Verbum en los capítulos III, IV y V, y es sobre lo que reflexionaremos hoy.
Es Dios el autor de la Sagrada Escritura porque ha sido el Espíritu Santo quien ha inspirado para que se escribiera; sin embargo, los hombres utilizados no fueron tinta o pluma, sino que fueron hombres con realidades y conceptos propios de su época a quienes Dios inspiró. Por lo tanto, Dios es autor y esos hombres son los autores. Así hay que afirmar que “los libros de la Escritura enseñan firmemente, con fidelidad y sin error, la verdad que quiso Dios consignar en las sagradas letras para nuestra salvación” (DV 11). Siendo esto así, para poder interpretar la Sagrada Escritura, es necesario conocer a Dios y a los hombres que la escribieron: los géneros literarios, el sentido cultural, el contenido y la unidad en la Tradición en la que nace, y la analogía de la fe (“la cohesión de las verdades de la fe entre sí y en el proyecto total de la Revelación”, CIC 114). Esto es, al final todo queda sometido al juicio de la Iglesia (cf. DV 12).
Dios ha sido tan bueno y misericordioso y tan condescendiente que decidió hacer que Su lenguaje fuera comprensible por el ser humano, que éste se adaptara a nuestra naturaleza (cf. DV 13), para que podamos tener acceso a Él. Y así queda expresada la economía de Salvación de manera escrita: el Antiguo Testamento prepara la venida de Cristo y de Su Reino, expresado con realidades imperfectas y adaptadas a sus tiempos, pero que muestran la pedagogía divina (cf. DV 15); el Nuevo Testamento presenta la misión de Cristo, la del Espíritu Santo y la de la Iglesia (cf. DV 17). Diría san Agustín (†430) que el Nuevo Testamento está latente en el Antiguo y el Antiguo Testamento está patente en el Nuevo. En el Antiguo hay doctrinas sobre Dios, sabiduría sobre la vida de los seres humanos y tesoros de oración, y en el Nuevo hay un tesoro preeminente en los Evangelios, que transmiten la Verdad en Palabras de Jesucristo (cf. DV 19), esta Verdad queda declarada de manera más explícita en los otros libros de este testamento (cf. DV 20).
Sin un adecuado conocimiento de la Verdad de Dios, revelada en Jesucristo por el Espíritu Santo, y cuya transmisión fue encargada a los Apóstoles y luego a otros varones apostólicos y sucesores de los primeros, no debemos estar interpretando la Sagrada Escritura como nos plazca. ¿Tienes alguna prédica, charla, homilía o reflexión? No te encierres sobre ti mismo y sobre lo que el Espíritu Santo pueda inspirarte, no porque el Espíritu pueda inspirarte erróneamente —eso no sucede nunca—, sino porque puedes entenderlo según la realidad que vives —esto suele suceder con toda la frecuencia posible— y no llevar el mensaje que Dios quiere.
Si educas tu fe, no sólo con largos ratos de oración, adoración y meditación, sino también con estudios teológicos como lo propone este Año de la Fe, habrá más probabilidades de que Dios use tu vida para seguir esparciendo Su Mensaje en unidad con toda la Iglesia. No fue a ti solo que se te dio la misión de evangelizar, sino a todos. Así como te preocupas por llevar el mensaje a los demás, así me preocupo yo de que tu mensaje sea llevado según la fe de la Iglesia. Anímate. Siempre hay un curso, un taller, una conferencia a la que puedes asistir con regularidad a profundizar en la Fe apostólica. No dejes que otros te confundan; busca en la Iglesia y siempre hallarás riquezas inestimables para el crecimiento en la unidad.