Buen día, hermanos y hermanas en el Señor. Dios eterno, que miras los corazones de tus hijos con Amor y conoces la Verdad de sus obras, te pedimos que sigas dirigiendo nuestras vidas con la Luz de tu Espíritu para que, por la intercesión de san Juan de Capistrano, seamos fieles ejemplos del Amor que Tú nos tienes.
La Iglesia no es sólo una institución humana ni es sólo una institución divina, sino que están estas dos realidades unidas y son inseparables. Esta doble realidad, preparada por Dios desde la antigüedad y culminada en la plenitud de los tiempos con Jesucristo y el Espíritu que procede de Él, muchas veces es ignorada por muchos creyentes. Muchos dicen que el concepto de “iglesia” hace referencia a cada uno de los individuos y, por lo tanto, lo que sea que “yo” haga para buscar a Dios está bien y me permite acercarme a Él. Por el contrario, otros dicen que “iglesia” hace referencia a los templos, las estructuras, la jerarquía y, por lo tanto, ser de la iglesia es seguir a hombres; los que así obran son considerados malditos. Si Jesucristo no hubiera querido una Iglesia, no la instituye. Si Dios no hubiera querido la Iglesia, no la prepara con el pueblo que ya había escogido. Justo esto expone el segundo capítulo de la Constitución Dogmática Lumen gentium, y es lo sobre lo que reflexionaremos hoy.


Primero, el mito de que podemos acceder a Dios de manera individual y que cada uno es el artífice de su fe debemos destruirlo. Aunque haya hermanos que te hayan predicado sobre una fe personal y una salvación personal (haciendo referencia a la individualidad), no es verdad y no te llevará a la unidad que tanto procura el Señor Jesucristo (cf. Jn. 17, 1ss.). “Fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo” (LG 9). La fe que conoces por alguien te llegó, y fue necesario que muchos hombres y mujeres creyeran para que tú hoy creas (cf. Hb. 11, 1ss.); por lo tanto, el misterio y la belleza de la fe radica en que nos hace uno con Dios y con los demás. Así surge una reunión de hombres y mujeres en nombre de Dios (ekklesía, en griego) que fue mandado, desde el primero de todos, Abraham, a peregrinar constantemente en busca de Dios. Ese grupo de hombres y de mujeres, que ponían todo en común, que procuraban ser de Dios y que peregrina es conocido como Pueblo de Dios. Cuando este pueblo de Dios del Antiguo Testamento adquiere a Jesucristo como Cabeza (cf. Col. 1, 18) ya no está sólo en la historia de la humanidad, sino que la trasciende, y se constituye Iglesia. En esta Iglesia todo estamos llamados a ser reflejo de la Cabeza, dando “testimonio de una vida santa, en la abnegación y caridad operante” (LG 10).
Segundo, la mentira que nos contamos en nuestras mentes de que los obispos, sacerdotes, consagrados y consagradas son los que deben dar testimonio de santidad y amor debemos igual destruirla. Todos estamos llamados a la santidad, aunque todos seguimos siendo pecadores. La santidad es un llamado, no una gracia que se alcanza en la tierra. Es un peregrinar, no una meta ya alcanzada. La santidad es una perfección a la cual estamos llamados todos los fieles. Hay quienes reciben gracias especiales de Dios, y hay quienes no reciben estos carismas extraordinarios, sino los ordinarios. Ni los primeros son superiores, ni los segundos son inferiores. Cada uno son notas específicas de la gran sinfonía de Dios. Estos dones de Dios son para el servicio de los hermanos (cf. LG 13) y no para el servicio propio. Por lo tanto, los carismas (que son los dones puestos en práctica) deben recibirse con gratitud y consuelo, aunque no entendamos los planes de Dios. Para todo sufriente hay un consolador, para todo consolador hay un sufriente. Por eso hay diversidad de dones aunque un solo Espíritu. La diversidad hace referencia a la catolicidad (universalidad) de la fe, el servicio a los demás hace patente la unidad de ella.
Siendo esta doble realidad eclesial una especie de deseo de Dios, la Iglesia se convierte en necesaria para la salvación (cf. LG 14), siempre que sus miembros perseveren en la caridad. Por ello, Iglesia somos los que, unidos en Dios, profesamos la misma fe bautismal cimentada en los apóstoles, celebrada en los sacramentos, vivida en la comunión bajo el sucesor de Pedro y dada a conocer en la perseverancia y la alegría. Aquellos que, sin conocer la plenitud de esta fe e “ignorando sin culpa el Evangelio de Cristo y su Iglesia, buscan a Dios con un corazón sincero y se esfuerzan […] en cumplir con obras Su voluntad […], pueden conseguir la salvación eterna” (LG 15). Pero los que sí la conocemos tenemos el mandato de darla a conocer, el mandato de enseñar lo que nos enseñaron los apóstoles (cf. Mt. 28, 20), el mandato de ser Iglesia para que los demás encuentren a Jesucristo como Cabeza del Pueblo de Dios.