Buen día, hermanos en el Señor. Que Dios Padre bueno, que ha confiado a Su Hijo la redención de todos los hombres, por la intercesión de santa Margarita María de Alacoque, nos conceda conocer Su infinito Amor a través del Sacratísimo Corazón de nuestro Señor, y que nos haga así fieles testigos de la Verdad que proclamaremos con más fervor durante todo este Año de la Fe.
Parece necesario tomar los documentos del Concilio Vaticano II y reflexionar con ellos sobre nuestra vida cristiana. Anoche conversaba con una familia católica y nos asombrábamos al caer en cuenta de que muchos de los males que puede mostrar nuestra Iglesia se debe a que los que nos sentimos comprometidos no tomamos las riendas ni propiciamos que otros las tomen para que se manifieste el Amor de Dios. Nos hemos encargado de que Jesucristo se muestre desfigurado y sea un motivo de desprecio para muchos. Nos hemos encargado de que la Iglesia sea un obstáculo para que muchos encuentren la verdadera Alegría.

En 1964 se promulgó la Constitución Dogmática Lumen gentium (LG) sobre la Iglesia ante el mundo, que hace reconocer de manera dogmática que la Iglesia es el Cuerpo de Cristo, pero, igual, sigue estando referida a la necesidad de la Redención. Ello lo que nos dice es que “la Iglesia es en Cristo como un sacramento” (LG 1), esto es un signo de la unión con Dios, toda la Iglesia está llamada a mostrar justamente eso. Toda la Iglesia está llamada a ser un motivo de Salvación para todos los seres humanos. “Todos los hombres están llamados a esta unión con Cristo, luz del mundo” (LG 3), y por eso todos los creyentes están llamados a buscar a todos los hombres para estar unidos con Cristo. Lo que para los que no conocen es un mensaje de Misericordia y de Esperanza, para los que sí conocemos es un mandato y un deber. Sigue siendo misericordia y esperanza en nosotros, pero se le añade la Alegría del trabajo realizado y de la misión cumplida.
Nosotros, como Iglesia, hemos recibido la misión de anunciar el Reino de Dios y de instaurarlo en todas partes (cf. LG 5), y no es algo opcional en nuestra vida. No podemos separar la realidad espiritual de la realidad material de la Iglesia. Así como Jesucristo es todo hombre y todo Dios, así ha querido dejar a Su esposa (cf. Ap. 19, 7; 21, 2) totalmente humana con trascendencia hacia la divinidad. Quienes buscan al Señor sólo por lo humano, olvidando lo espiritual, se buscan a sí mismos y no llegan a Dios; quienes lo buscan sólo por lo espiritual, olvidando las realidades humanas, niegan la Sabiduría de Dios y Su Plan y no llegan a encontrarse con Él. Es imposible creer en Jesucristo y negar las realidades humanas, y viceversa. Lo espiritual y lo humano se encuentran plenamente en ese Dios hecho hombre, quien ha querido que nosotros recobremos esa aspiración del primer tiempo en el Paraíso. Por ello, quienes han experimentado de manera especial el Bautismo y la Eucaristía, se convierten en “otros cristos”, otros que mueren por amor a los demás, otros que son motivo de salvación e instauradores del Reino en la tierra. Pero esta vida de Cristo, esta semejanza con Él, sólo puede darse allí donde reside la unidad, y esta unidad se ve en aquellos que viven la pasión y la gloria de Jesucristo en los sacramentos (cf. LG 7).
Es en “un todo invisible” (LG 8) lo que ha hecho Jesucristo de la Iglesia. Se vuelve así la Iglesia en un misterio que sólo puede entenderse desde la Pasión y Resurrección de Jesucristo, desde el Amor Eterno del Padre, desde la Santificación suprema del Espíritu Santo. La Iglesia es pecadora porque me tiene a mí como parte suya, pero es santa porque tiene a nuestro Señor como cabeza. Nuestra misión es dejar que la Iglesia sea un misterio, el mismo que Jesucristo quiso que fuera desde el principio de los tiempos, sin querer acomodarla a nuestros antojos y perezas, sin querer acelerarla con nuestras desesperaciones. Dos mil años no han podido acabar con ella ni desde fuera ni desde dentro. ¿Cuál es tu función y la mía como Iglesia que somos? Mostrar a Jesucristo con nuestros pensamientos, palabras, obras y silencios, para que otros quieran conocer, ni por miedo ni por envidia sino por anhelo interno, la verdadera razón de nuestra alegría: el Señor.