Que la Paz de Dios sea nuestro sustento en esta semana, hermanos. Que Dios Padre Bondadoso nos mire con Misericordia y provea de bienes nuestras vidas para que, por la intercesión de san Pío X, sepamos administrar según Su Justicia las maravillas que guarda para los demás.
“Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida” nos dijo Jesucristo a través de la Iglesia el Domingo pasado (cf. Jn. 6, 51-58), y así seguirá reiterándonos que el sacramento de la Eucaristía es su verdadera Presencia entre nosotros, ya que Él así lo ha decidido. Pero esta realidad la aceptan muy pocos católicos, pero aún menos son los que comprenden la realidad. No basta saber que Jesucristo está presente en la Eucaristía, sino que hay que hacer de este conocimiento una vida, un comportamiento, una realidad en nosotros. Hemos visto personajes que llenan nuestras eucaristías, y muchas veces somos nosotros mismos que nos personificamos en esas caricaturas de creyente, pero hoy quiero que reflexionemos sobre aquellos que exageran los gestos y las acciones devocionales hasta el punto de ser superdevocionálicos.
Hay ocasiones en las que asistimos a la Eucaristía y ni respetamos la importancia del sacramento ni en nuestras acciones ni en nuestras omisiones. Caemos en una serie de devociones que buscan llenar espacios de silencio ante Dios y los hermanos, sin recordar que la liturgia, cual diálogo de la Iglesia con Dios y de Dios con la Iglesia, necesita de silencios y encuentros cara a cara con el Creador Amante. Iniciamos yendo a la capilla del Santísimo Sacramento, nos signamos y hacemos un gesto que parece un traspié al entrar al templo, hacemos una reverencia cuasi-ridícula frente al altar que podría lograr que partiésemos en dos una tabla de madera con nuestra frente, repetimos en voz baja cada cosa que el presidente de la celebración dice, comulgamos como si fuera indispensable realizarlo y salimos en automático a la capilla del Santísimo Sacramento, nos signamos doscientas veces y leemos libritos luego de haber manoseado la imagen de la Virgen o del Divino Niño de camino allá, antes de irnos hablamos frente a la imagen del santo que hemos elegido como confesor y nos desahogamos como si fuera un fetiche solucionador de dificultades. Las devociones del pueblo de Dios son muy positivas porque “prolongan la vida litúrgica de la Iglesia” (CIC 1675), pero deben estar organizadas de tal forma que “estén de acuerdo con la sagrada liturgia, deriven en cierto modo de ella y conduzcan al pueblo a ella, ya que la liturgia, por su naturaleza, está muy por encima de ellos” (SC 13).
Nos dedicamos a rezar rosarios en medio de la Eucaristía (de rito post-conciliar) porque no nos dará tiempo en otro momento, sin reconocer que el rosario es la meditación de la Vida, Pasión, Muerte y Resurrección de nuestro Señor Jesucristo y que en la Eucaristía se da la Presencia Real del Señor. ¿Cómo vamos a cambiar la persona real por una fotografía suya? No sabemos hacer silencio, y pretendemos hablar constantemente a Dios, sin percatarnos de que la Eucaristía es Dios hablándonos a nosotros por Su Palabra que es Su Hijo, el Sacrificado. Si sólo Él tiene palabras de vida eterna (cf. Jn. 6, 68), ¿qué busco yo hablando tanto desde mi limitada experiencia de Su Grandeza? Luego de comulgar empezamos una serie de oraciones que nos hacen levantar las manos y mirar al cielo, sin caer en la cuenta de que el Cielo entero acaba de entrar en nosotros al comulgar… Todas estas devociones que acumulamos hacen de nosotros cristianos superdevocionálicos, que necesitamos de ruidos internos constantes para poder sentirnos bien con nosotros y en paz con Dios. Dios no te reprueba por el exceso de devociones, eres tú mismo quien te repruebas alejando tu autenticidad de la Luz del Amor de Dios.
Deberíamos ser austeros en devociones cuando los sacramentos están celebrándose, y ricos en ellas cuando salimos a ser signos de las celebraciones de los sacramentos. Nuestra vida de fe no puede girar en torno a acciones que hemos aprendido en situaciones de nuestras vidas, sino que debe girar en torno al centro de la fe, que es Jesucristo, la Sabiduría de Dios que “edificó su casa, talló sus siete columnas, inmoló sus víctimas, mezcló su vino y también preparó su mesa” (Pr. 9, 1-2). No seamos cristianos superdevocionálicos que buscan en su ignorancia llenar espacios que deben estar vacíos para que Dios los llene. Como diría santa Teresa del Niño Jesús: “A la tarde de esta vida, me presentaré delante de Vos con las manos vacías, pues no os pido, Señor, que tengáis en cuenta mis obras”; así nosotros debemos ocuparnos más en vivir adecuadamente la liturgia eucarística, la liturgia por excelencia, en lugar de llenarla y rellenarla con actitudes superdevocionálicas que quitan la belleza de la celebración comunitaria del Sacramento del Amor. Dejemos que Cristo actúe en nosotros por la Iglesia, y no seamos dependientes crónicos de las devociones para encontrar a Cristo, el Señor.