Buen día, hermanos y hermanas. Que Dios, al escuchar nuestras oraciones, ilumine la oscuridad de nuestros corazones, para que, por la intercesión de san Ignacio de Loyola, no caminemos en las tinieblas sino que seamos faro de luz para todos los que buscan una esperanza.
En nuestro país, por disposición de la Conferencia del Episcopado, la memoria obligatoria de santo Domingo de Guzmán, el patrono nuestro, se celebra el sábado próximo. Es de suponerse que, como dijimos en otro momento, que los verdaderos creyentes deben ser no sólo buenos cristianos, sino también buenos ciudadanos. ¿En qué consiste la buena ciudadanía? En montones de cualidades y valores que tú y yo podemos enumerar casi indefinidamente, pero que, a la larga, parece quedarse sólo en la teoría. Limitamos nuestro “bien-hacer” a un “no-mal-hacer”, es decir, hemos querido mezclar la beneficencia con la no-maleficencia, y hemos relativizado la Verdad.

Cuando una persona es “pobre en amor, pobre en humanidad, pobre en confianza en Dios, pobre en esperanza eterna”, como afirmaría san Basilio Magno (cf. Homilía 3, Sobre la caridad), realmente no tiene nada que buscar en el cielo. Si eres una persona preocupada por el bien del mundo, por la paz, por el cese del hambre, ¿qué buscas acumulando cosas temporales? Te preguntaría el mismo san Basilio: “¿Es que no ves cómo muchos dilapidan su dinero en los teatros, en los juegos atléticos, en las pantomimas, en las luchas entre hombres y fieras, cuyo solo espectáculo repugna, y todo por una gloria momentánea, por el estrépito y aplauso del pueblo?”. Nada malo hay en los Juegos Olímpicos, ya que el ejercicio y los deportes engrandecen el cuerpo humano y, por lo tanto, hacen referencia a Dios, que habita en él… a menos que hagas de eso tu centro, a menos que gastes de manera innecesaria para asistir a esos espectáculos. Tú que tanto te quejas de que la Iglesia nunca ayuda a quien debe ayudar, fíjate que tú eres Iglesia y eres el primero que prefieres un bien pasajero mientras otros hermanos mueren de hambre, de enfermedades, de iletralidad, de asfixia por la ignorancia.
El compendio de la Enseñanza Social de la Iglesia afirma que “es social todo pecado contra los derechos de la persona humana […], o contra la integridad física de alguien; todo pecado contra la libertad de los demás […]; todo pecado contra la dignidad y el honor del prójimo” (n. 118). ¿Es correcto, pues, que gastes constantemente en ropa, viajes, cines, comida…, cuando sabes que la señora que trabaja en tu hogar tiene necesidades básicas sin cubrir? ¿No es acaso pecado eliminar el derecho a la recreación de los demás, sencillamente porque has permitido con tu silencio que los alimentos suban en costo y ya no tengan dinero suficiente como para que vivan verdaderamente su dignidad? ¿Tú sí tienes derecho pero ellos no? Nunca se ha hecho suficiente para resolver los problemas de los demás. Hasta por el mal ejemplo que damos de acumular tesoros hacemos que otros quieran acumularlos también y se olviden de lo importante: ser personas. “Cuando destierres de ti la opresión, el gesto amenazador y la maledicencia, cuando partas tu pan con el hambriento y sacies el estómago del indigente, brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad se volverá mediodía” (cf. Is. 58, 9b-10).
La vida del verdadero ciudadano en Jesucristo es una coherente, que poco a poco va desprendiéndose de sus gustos para sustituirlos sólo por las necesidades. Una bebida específica no es necesidad, comidas fuera de casa no son necesidades, viajes y espectáculos no son necesidades… Sólo los bienes que protegen el honor y la dignidad de tu persona y la de los tuyos son necesarios, y sólo Dios es necesario. Cuando empieces a dar un porcentaje de tus ganancias para que otros puedan tener una vida más digna y puedan, por tu gesto, ayudar a otros, entonces serás ejemplo de Cristo. Él no se quedó de brazos cruzados o hacía milagros como espectáculos, sino que tenía un fin: hacer que la persona se reconociera hija de Dios y que sus obras fueran coherentes con el mensaje que acababan de escuchar por Él. Te digo como diría el Señor Jesús a la mujer adúltera (cf. Jn. 8, 11): Anda, haz tú también lo mismo, y en adelante no peques más.