Buen día, hermanos y hermanas. Que la Paz de Dios sea nuestra protección hoy y siempre; qué Él sea nuestro anhelo; que la Ascensión del Señor sea nuestra Esperanza; que nuestra fuerza sea el Santo Espíritu que se manifestó de manera especial en santa María; y que, por la intercesión de santa Rita de Casia, podamos dar a conocer este anhelo, esta esperanza, esta fuerza de manera íntegra.
No sólo nos hemos fijado durante este mes de mayo en la figura de María como madre del Señor, sino que hemos decidido fijarnos en lo que Ella nos enseña de Dios con sus palabras, con sus gestos, con sus silencios. Nos hemos encontrado con una mujer sabia y prudente en el anuncio de su Maternidad, alegre y servicial al acompañar a su prima a recibir a su hijo, humilde y temerosa de Dios al recibir Ella el suyo en un pesebre. Pero nos falta ver qué nos muestra Ella de Dios cuando su niño, por vez primera en los evangelios, se aparta de su lado. Reflexionemos juntos con el texto de Lc. 2, 41-52.
Lo primero que nos dice el texto es que José y María eran fieles judíos, fieles al Señor, fieles a los ritos que agradaban a Dios, por ello siempre iban a Jerusalén para la Pascua. Desde que se desposaron, ya habían ido unas doce veces. Esta duodécima vez no contaban con que su Hijo se quedaría en Jerusalén cuando ellos partían. Hay dos datos curiosísimos entre los versículos 42 y 46. Lo primero es que el adolescente Jesús se quedó en la ciudad “sin que ellos se dieran cuenta”, es decir, Jesús no quiso ser desobediente al enfrentar a sus padres, sino que quiso pasar desapercibido para poder estar en el Templo sin haber quebrantado el cuarto mandamiento de la Ley de Dios. El segundo dato curioso es que “al tercer día, lo hallaron en el Templo en medio de los doctores de la Ley”, haciendo clara referencia a dos acontecimientos de su próxima vida pública: la Transfiguración, donde Él se encuentra conversando con la Ley y los Profetas; y la Resurrección, que sería la confirmación al tercer día de lo que había sido enseñado por Él y por los profetas. Pero no nos detengamos ahora en esto, porque queremos ver en estas reflexiones lo que María nos enseña. ¿Cómo pudo Jesús tener toda esta formación?
En esta escena bíblica, no sólo María es la figura que hace referencia al joven Jesús, sino que también José, su padre. Sin embargo, el evangelista Lucas siempre coloca a María antes que José en cualquier mención que haga de ambos, y es Ella la que toma la palabra para hablar a Jesús. No es una corrección por algo que Él haya hecho mal lo que Ella hace –porque podemos ver que el versículo en cuestión inicia diciendo que ellos dos, al verlo, quedaron maravillados–, sino que es una llamada a no olvidar Su humanidad, es decir, Su procedencia humana y su responsabilidad con el pueblo oprimido. A lo que Él le responde que tenía que ocuparse de los asuntos de Su Padre, haciendo referencia que no es sólo según la carne el Mesías, sino que era un Mesías que salvaría más allá de los límites de la historia. Puede verse una conversación entre el Dios Encarnado y la Madre Encarnadora. ¿Acaso el antes Niño y ahora Joven Jesús tenía un conocimiento total de las cosas? Por supuesto que no; ya lo aclara el texto: “iba creciendo en sabiduría, estatura y en Gracia” (v. 52). Algo recibió ese Señor despojado de su categoría de Dios (cf. Fil 2, 6-7) de su familia, porque él era semejante en todo a nosotros (cf. Hb. 4, 15). Pues, así, podemos ver que de su familia, de María, tomó Jesucristo el amor por los ritos, el respeto por el Templo, el interés por la Ley, la búsqueda de Su Padre. María se ha encargado de hacer que el Jesucristo que conocemos, el que padeció, el que murió, el que resucitó, el que ascendió a los Cielos, sea quien ha sido. El Amor por las cosas de Dios y el respeto por ellas vino porque esta judía se encargó de que en Él quedaran inculcadas estas virtudes. Por ello, no eligió Dios a cualquiera mujer para encarnarse de ella, sino que debía ser una con grandes virtudes.
María nos muestra un Dios respetuoso de lo que ya ha revelado en otros momentos, que no elimina los ritos humanos, sino que les da su justo sentido. María nos muestra que no hay manera de volver a Casa sin Jesucristo, porque Él es la razón por la cual la Familia Sagrada de Nazareth es una familia. Una familia que no tenga al Señor como centro, que no busque al Señor en la Iglesia, que no entienda que los acontecimientos de su vida son pedagogía de Dios, es una familia que se debilitará. Con María vemos lo que debemos tener nosotros: al Señor como centro. Dejar todo para seguir a un Dios que ama y que es coherente en todo lo que dice y hace es el mejor tesoro que podemos dejar a nuestros hijos, a ejemplo de santa María, reina de los profetas.