Glorioso día para todos ustedes, hermanos que buscan dejarse amar por el Señor. Juntos, como Iglesia, pidamos a Dios que nos enseñe a ser humildes como la Virgen Madre para que, por la intercesión de ésta y la de san Isidro, permitamos que la Palabra de Dios crezca con fuerza en nuestros corazones.
Este mes de mayo, mes de las flores, y mes de la más hermosa flor del jardín de Dios, María, estamos reflexionando no sólo sobre esta Madre Hermosa, sino sobre la figura que Ella nos muestra de Dios. Ya vimos que, cuando san Gabriel le dio la Gran Noticia, Ella nos permitió conocer a un Dios respetuoso, familiar y unido a la dignidad humana; y contemplamos, con la visita que Ella realiza a su prima Isabel, un Dios grande, dueño y salvador de todo y que se fija en el humilde. Luego María vuelve a su hogar y pasa el tiempo, hasta que se encaminan a Belén Ella y su santo esposo José, donde le llega el momento de dar a luz. Sobre este momento es que vamos a reflexionar hoy: qué cualidades de Dios nos muestra María en el momento en que Jesucristo nace al mundo.
María sabe que en su vientre estaba el Hijo de Dios y que, por lo tanto, era Dios mismo. Con la humildad que la caracteriza a Ella, llevaba este tesoro bien adentro en su corazón. Cualquiera le hubiera dado a Dios el mejor lugar del mundo para nacer, incluso Ella, pero esas no fueron las condiciones que se dieron en el momento del parto. Nos dice el texto de san Lucas (2, 7) que Ella dio a luz al su primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre. El pesebre es el lugar de donde se alimentan los bueyes y vacas. No es coincidencia que el Niño Dios se pusiera en el lugar de alimentación, ya que Él sería luego alimento nuestro. Con cierta sorpresa, María, al realizar este gesto, nos mostraba un Señor Dios hecho Hombre cuya carne es la verdadera comida y cuya sangre es la verdadera bebida (cf. Jn. 6, 55). Desde este primer momento, se muestra Jesucristo como el que se entregará como alimento para aquellos que sean dóciles a la Voluntad de Dios (como los rebaños de animales que Él ha creado). María se muestra aquí como la Madre de este alimento, la Madre de la Eucaristía. Y el Dios que nos muestra Ella en este gesto es el Dios de la Eucaristía, el Dios que se encarna y se transustancia, el Dios que se deja comer y tragar para hacerse uno con quien lo come.
Ha sido voluntad suprema que esto sucediera, porque los ángeles, que son los mensajeros (y, más que eso, los mensajes) de Dios, confirman lo sucedido al hablar con los pastores: “Esto les servirá de señal: encontrarán a un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lc. 2, 12). No es coincidencia, pues, que María haya acostado al Niño Bendito en un pesebre, porque todo en Dios es pedagogía. Los ángeles incluso afirman que el Niño en el pesebre es una señal; esto significa que es más que sólo una manera de saber cuál es el niño del que les hablaban. Una señal es un signo, es decir que es una realidad profunda que queda expresada en cosas sencillas para que pueda ser conocida por todos. Así como una luz roja del semáforo significa que hay que detenerse para ceder el paso a los demás, para que los peatones puedan cruzar la calle, que nos recuerda el acuerdo social que hicimos de una convivencia en paz y, por lo tanto, hace referencia a la dignidad humana y la importancia de la vida social; así el Niño acostado en un pesebre significa (esto es, que es signo) que Dios se nos entrega para ser alimento verdadero. Pero este Dios no es uno que complica el acceso a Él, sino que se hace alimento básico y humilde: el alimento del pesebre, el alimento que todos tienen, el Pan.
Estas cosas impresionan a cualquiera. Es más, los mismos seguidores de Jesús, cuando Él afirma esto, se escandalizan y se van (cf. Jn. 6, 60-61.66). Pero hemos de recordar que Dios es la Verdad, y no es primero “sí” y luego “no”, sino que siempre es “sí” (cf. 2 Cor. 1, 19); lo que quiere decir que, aunque veamos que Dios hace cosas como ésta, tan extrañas para nuestra limitada mente, sólo hay que creer en Él y no tratar de modificar Su Obra. Esto lo comprendió perfectamente santa María, y por ello es que dice el texto que “mientras tanto, María conservaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón” (Lc. 2, 19). María comprende a Dios y, aunque se admiraba de lo que decían de Su Hijo, no se oponía ni se escandalizaba de los Planes Supremos, sino que dejaba que Dios fuera Dios. María nos muestra un Dios Todopoderoso, tan Poderoso que decide hacerse “Todohumilde” para que nosotros podamos tener acceso a Él. Así como Ella, nuestra respuesta a este Poder Máximo debe de ser uno de corazón inmaculado: que guarda todo eso en sí y sirve para meditar la Belleza del Plan Perfecto del Perfecto Dios.