Buen día, hermanos y hermanas en el Amor de Dios. Pidamos a Dios que siempre nos muestre la Verdad de Su Amor que se da por todos nosotros, para que, por la intercesión de san Leandro de Sevilla, podamos aprender de Él y mostrar ese Amor en este mundo que tanto necesita de testigos.
San Pablo, iluminado por Dios, escribía cartas a los corintios que narran situaciones muy similares a las que nosotros pasamos hoy. Una de esas situaciones queda expuesta en la segunda lectura que nos propone la Iglesia para el Domingo pasado (1 Co. 1, 22-25). Desde el inicio de su carta ya Pablo dice que el Cristo que nosotros predicamos no es uno que da señales milagrosas para aquellos que las buscan ni es uno que muestra signos de sabiduría terrena para los que lo esperan. Es escándalo para muchos y necedad para otros. Y en nuestros días sigue siendo así… Lo triste es que sigue siendo así incluso entre los que predican a Cristo.
No es que Dios no hace milagros, ni es que Dios no es la Sabiduría misma. No es que Jesucristo no sea Dios ni sea capaz de hacer lo que quiera con la Omnipotencia divina. No es que el Espíritu Santo esté soplando hacia una dirección en aquel tiempo y en otra ahora. Es que el plan de Dios implica de tu participación. Diría san Agustín: “Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti”, haciendo referencia a la necesidad de la participación de cada individuo en el proceso de salvación, pero hay que ver la gran imagen, como diría su santidad Benedicto XVI. ¿Por qué Dios no puede salvarte sin ti? Si Él sabe lo mucho y lo fácil que caes en el pecado, ¿por qué, sencillamente, no hace caso a tus oraciones y toma Él las decisiones sobre tu vida? Porque Dios creó todo perfecto, y fue decisión humana el romper con esa perfección y querer ser como Él sin Él. Por eso rezamos en la Eucaristía: “porque […] nos enseñas […] a dominar nuestro afán de suficiencia” (prefacio III de Cuaresma).
Constantemente andamos tratando de considerarnos suficientes, y no buscamos ser mejores ni buscamos de los hermanos ni, mucho menos, buscamos de Dios. Este afán de suficiencia es el mismo que sale por nuestros labios y en nuestras acciones cuando no nos hemos dejado conocer por nuestro Señor Jesucristo. Por eso, escuchamos a muchas personas hablarnos de un Señor que hace milagros constantemente en tu vida, pero cuya definición de “milagro” es una sólo de tipo sobrenatural, como si Dios actuara sólo a través de la sobrenaturalidad. ¿Acaso tu existencia misma no es un milagro de Dios? Pero, igual, escuchamos personas que quieren meter a Dios en sus cabezas y le buscan la lógica a partir de actitudes propias de las personas humanas, como si Dios va a limitar Su obra a lo que nuestras mentes puedan comprender. Tanto unos como otros necesitan dejarse comulgar de Jesucristo en la Eucaristía, puesto que el Señor es más que un taumaturgo (alguien que hace milagros) y más que un filósofo; es la perfección humana.
La radicalidad en nuestros pensamientos, palabras, silencios y actos es necesaria, pero siempre teniendo como punto de partida y llegada el Amor. Por ello es que el santo padre Benedicto XVI ha manifestado en muchas ocasiones, e iniciando con la Encíclica del mismo nombre, la importancia del Amor en la Verdad. Ser bueno no implica dejar de lado tus creencias, sino pensar en el bien del otro. Ya vemos lo que hizo nuestro Señor, por ejemplo, cuando expulsó los mercaderes del Templo; haciendo eso no dejó de ser bueno, ¿o crees debió dejar a esos pobres padres de familia ganarse lo necesario para subsistir? Si relativizas tu fe, relativizas a Jesucristo, y ya no es ni escándalo ni necedad en este mundo, sino una de las tantas opciones que hay para ser buena persona.
Jesucristo no es una de muchas opciones, sino que es el único Camino para la Salvación. Si es necesario que tengas que ser necio o escandaloso en este mundo, pues debes serlo. No podemos estar acomodando el Evangelio a lo que nos rodea, porque lo que nos rodea suele partir de los afanes de suficiencia de cada uno de los que integramos la sociedad. De repente, Jesucristo pasa a ser uno que decidió camuflarse entre las personas para que nadie supiera quién es y, por tanto, amemos a todos por igual; así caemos en errores de fe, en herejías, en disparates que sólo logran enfriarnos el deseo de ser mejores cristianos. El Cristo que predicamos debe ser el mismo que predicó Pablo, Pedro, Leandro de Sevilla, y todos los santos: uno que sea un escándalo, que sea una vela para los que buscan fuegos artificiales, uno que sea necedad, que sea una persona que se sacrifica por amor a los demás. Y así deben ser tu vida y la mía: imitación de la de Jesucristo y, por lo tanto, escándalo y necedad, no relatividad y acomodamiento.