Buen día, amados hermanos y hermanas en el Señor Jesucristo. Como Iglesia, pidamos juntos al Padre Eterno que, por la intercesión de san Vicente de Paul, nos enseñe a amar a los necesitados, a aquellos que buscan consuelo, a aquellos olvidados de nuestras sociedades, para que, encontrándonos con ellos, podamos encontrarnos también con Él y, así, podamos gozar interiormente de las hermosuras que nos tiene guardadas en el Cielo.
El ser humano es cuerpo y alma, y ambas cosas forman un único ser, es decir, el ser humano no es ser humano sin cuerpo o sin alma. Este concepto de antropología es básico para el cristianismo. No existen seres humanos sin alma, incluso si han sido clonados por la ciencia (pero ese es un tema de otra reflexión). Como el ser humano es único, lo que afecta al cuerpo afecta al alma y viceversa. Una persona que lleva una vida espiritual mediocre es una que, aunque cuide su cuerpo hasta más no poder, lleva un cuerpo mediocre. Cuando la palabra de Dios pregunta “¿No saben que son templos de Dios, y que el Espíritu de Dios habita en ustedes?”(1 Cor. 3, 16) hace referencia a dos realidades: primero, que somos templos de Dios, y segundo, que el Espíritu de Dios habita en nosotros. Hoy nos referiremos a ser templos de Dios. No hablaré desde la consecuencia de ser doctor en medicina, sino desde la causa que me llevó a serlo. Y, por igual, hablaré desde aquello que me ha movido a consagrar mi vida por los demás, que es la misma razón que me llevó a ser médico. Quiero que hoy reflexionemos sobre el servicio a los que están en necesidad, pero, de manera especial, el servicio a los enfermos del cuerpo.
En no pocas ocasiones nos encontramos con algún enfermo en nuestras comunidades, y solemos entender que se le pasará. La mayoría de nosotros sólo toma en cuenta lo que es constatable de la enfermedad –fiebre, mareos, dolor, etc.–, pero casi nadie recuerda que la enfermedad está en una persona que tiene emociones y sentimientos, y no sólo sensibilidad. Una persona enferma padece la enfermedad. Padecer quiere decir que se es pasivo (patior) ante la enfermedad, que no se busca activamente estar enfermo, y esto implica que la persona no quiere estar enferma. Por lo tanto, un enfermo es alguien que sufre interiormente lo que padece, por ello podemos afirmar que es alguien que no (in) está firme (firmus) en su manera de actuar, de pensar, de sentir. Por esto, solemos ver que los enfermos suelen buscar consuelo en los sanos: “Me siento mal”, “dame cariño”, “ven a visitarme”, y esto iluminaría un poco la razón por la que Jesucristo nos insta a visitar a los enfermos (cf. Mt. 25, 36). No es el alivio de la patología, sino del padecimiento. Es la compañía en el vacío que siente la persona enferma. Es, como diría el santo padre Benedicto XVI: “Sufrir con el otro, por los otros; sufrir por amor de la verdad y de la justicia; sufrir a causa del amor y con el fin de convertirse en una persona que ama realmente, son elementos fundamentales de humanidad, cuya pérdida destruiría al hombre mismo” (Spe salvi, 39).
¿En qué consiste entonces la ayuda física del enfermo? ¿En qué consiste el amor verdadero? Consiste en sufrir con el otro, en hacer lo que Dios hizo: padecer con nosotros al encarnarse. Cuando vemos a un enfermo, cuando visitamos a un enfermo, necesitamos llevarle más que medicamentos; la compañía hace que se restauren sentimientos y pensamientos. El hermano o la hermana que padece una enfermedad, por pequeña que sea, necesita compasión. Pero, ojo, la compasión no es lástima, no es tener pena del enfermo porque no dé para más que sufrir, sino saber que es un ser humano rico en valores y virtudes, lleno de la Gracia de Dios, portador de la dignidad que le viene dada al ser hijo de Dios, que, por lo tanto, merece respeto, comprensión y compañía. Dios no puede padecer, pero sí compadecer, como diría san Bernardo de Claraval, y es por esto que pensar en toda la integralidad de la persona del hermano que padece es pensar en Dios encarnado, en Jesucristo. El enfermo tiene, así, el rostro del Señor y nos invita a recordar que el templo donde habita Dios debe ser cuidado y protegido para que Dios pueda habitar y mostrar Su Gloria en él.