Buen día, hermanos todos en el Señor. Que este día sea uno que haga cambiar nuestras vidas de manera distinta hacia Jesucristo, nuestro Señor, para que, por la intercesión de los santos y los ángeles, podamos ser fieles testigos ante los demás de las grandezas que Dios tiene guardadas para todos los que le buscan con un recto y sincero corazón.
Otra situación que puede llegarnos a la mente cuando pensamos en las maneras en que se comportan nuestros hermanos carismáticos (incluyéndonos a nosotros mismos) es aquello de las oraciones escandalosas. Cuando se llega a la alabanza parecería haber una competencia de cuál grite más fuerte o de cuál diga más cosas. Pienso en dos pasajes de la Palabra de Dios en ese sentido: primero, cuando Jesucristo les explica a los discípulos cómo deben orar (cf. Mt. 6, 5-8), y segundo, cuando el profeta Elías se enfrenta a los cuatrocientos cincuenta profetas de Baal para demostrar quién es verdaderamente Dios (1 Re. 18, 18-39). Ya pudiéramos hacer un análisis detallado de estos textos, pero eso es mejor que lo realice cada uno personalmente en su interior y se cuestione sobre lo que hace y si está dejando frutos.
Si Jesucristo nos dice que cuando recemos no seamos como los hipócritas, que quieren que todos los vean rezar, sino que entremos a lo secreto de nuestro interior y ahí nos escuchará el Padre, ¿por qué hay que hacer oraciones escandalosas? ¡Ojo! No estamos reflexionando sobre la oración comunitaria, que es necesaria y produce muchos frutos, sino de la oración exagerada, de la que estamos acostumbrados a ver en nuestros grupos y comunidades y que criticaríamos si la hicieran hermanos no-católicos. La oración vocal es necesaria, y oramos en voz alta como testimonio para nosotros mismos y para nuestros hermanos… no para Dios. Dios no es sordo. Por lo menos, el Dios que nos mostró Jesucristo, el Padre, no es sordo, sino que conoce la palabra antes de que llegue a tu boca (cf. Sal. 138, 4). Entonces, si le gritamos a Dios, no es al Dios que Jesucristo que le hablamos, no es al Padre amoroso, sino a Baal. Ya le diría Elías a esos profetas: “¡Griten más alto, porque es un dios; tendrá algún negocio, le habrá ocurrido algo, estará de camino; tal vez esté dormido y se despertará!” (1 Re. 18, 27b). Y algo similar es lo que nos dicen los que dirigen nuestras oraciones comunitarias.
¿Habría que desterrar de nuestras comunidades todo tipo de oración que no sea la mental o la moderada? Si las oraciones comunitarias se están convirtiendo en manifestaciones de las pasiones internas, es decir, si hay cantos, bailes, alabanzas que surgen por las mismas razones por las que harías algo similar en algún concierto o espectáculo (liberar estrés, desinhibición, canalizar emociones…), entonces sí, hay que eliminarlas. No puede haber pasiones en nuestras comunidades, porque de esas pasiones es que ha venido a liberarnos Jesucristo. Él no vino a abolir la ley, sino a darle cumplimiento (cf. Mt. 5, 17), y, por lo tanto, él viene a rescatarnos de esas emociones que no nos diferencian de cualquier animal creado. Sacar esas cosas no está mal, pero hacerlas parte de ti como la única manera que tienes para poder sentir que hablaste con Dios o que Él te escuchó es una mentira y hasta una herejía que es antitestimonio.
Dios no necesita que hables con Él; ya Él te conoce porque fuiste hecho por Él. Eres tú quien necesitas hablar con Dios, porque tu mente limitada y condicionada por las cosas visibles de este mundo no te enseña a confiar en lo que no perciben tus sentidos. Sin embargo, creemos en “Dios Padre Todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible” (Credo Niceno-Constantinopolitano), y la única manera que tenemos para poder confiar en esas cosas invisibles pero reales es la fe, es la revelación, es el testimonio. Oramos en voz alta para que los hermanos que necesitan escuchar el testimonio nuestro se edifiquen, pero esto no sucede repitiendo las mismas palabras ni subiendo la intensidad de la voz, sino siendo coherentes; oramos en voz alta para que nosotros mismos escuchemos nuestra voz clamar a un Dios real, pero esto no sucede gritando, sino creyendo. Que nuestra oración no sea una mentira que nos contamos a nosotros mismos y a los demás, sino que sea consecuencia del Amor que hemos aprendido a recibir de Dios. Así como Él te ha amado en el silencio, en la suave brisa, en lo cotidiano, que sea tu cotidianeidad la que le hable a Él con la coherencia entre tus palabras y tus actos.