Feliz reinicio del tiempo ordinario, y muy gozosa venida del Espíritu Santo, hermanos. Juntos, como hermanos que somos en nuestro Señor Jesucristo, pidamos a nuestro Padre que, por los méritos de Su Hijo Amadísimo, abra nuestras mentes y nuestros corazones a las grandezas que Él ha hecho en todos Sus hijos a lo largo de la historia, para que podamos disfrutar aún más las Maravillas que han quedado escondidas en las vidas de todos esos hermanos nuestros.
Laborando como médico de planta en un centro de salud privado, hace unos seis años, me vi obligado a romper con lo que me habían enseñado en la universidad sobre la relación médico-paciente. Lo que suelen enseñarnos los médicos más avanzados es que esa relación es muy delicada y no debe surgir ningún tipo de apego u otro tipo de relación que no sea la de “proveedor de un servicio-usuario”. Tienen razón al enseñarnos estas cosas, puesto que puede perderse la objetividad muy fácilmente en cualquier situación de emergencia. Sin embargo, aquella vez tenía un paciente que necesita, con urgencia, plaquetas (los elementos de la sangre que permiten la coagulación) y los familiares no habían encontrado donantes. Yo no sabía si era donante, pero era una emergencia y bajé al banco de sangre. Resultó que sí podía donar plaquetas; las doné, el paciente se recuperó, los familiares estuvieron agradecidos, y me sobrevinieron problemas en el centro de salud porque había quebrantado una norma.
Hace alrededor de dos años, siendo ya seminarista, me llamaron del banco de sangre del mismo centro de salud para pedirme que, por favor, fuera a donar plaquetas a un niño de 3 años que tenía dengue y sus plaquetas estaban casi en el borde de la muerte (estaba manejando 5,000 plaquetas por decilitro, cuando lo normal es por encima de 100 mil). Sin pensarlo dos veces, tomé mi rosario, empecé a rezarlo y me encaminé al centro. Al llegar allá me hicieron toda la rutina y luego me colocaron en el aparato de aféresis (así es que se llama el procedimiento para extraer los elementos de la sangre), y tuve la oportunidad de conocer al papá del niño, quien había donado ya tres veces sus plaquetas para su niño, pero no había mejoría. Al terminar los 45 minutos de donación, el padre me da las gracias y me pregunta sobre cuánto yo quería que me pagara por eso, a lo que yo le respondí: “Si yo le cobrara, no sería una donación. Sólo le pediré algo: cuando su niño mejore, avíseme, por favor”. Y así lo hizo: dos días más tarde me llamó una señora al colegio en el que yo prestaba servicios, y me dijo que era la abuela del niño, que el niño recibió la “de alta médica” y que me daba las gracias de parte de toda la familia porque yo le acababa de dar el mejor regalo del mundo. Me dijo: “Hoy el niño cumple sus cuatro añitos y nosotros podemos verlo porque usted le ha dado el mejor regalo del mundo: le devolvió la vida”.
Hoy celebramos la Jornada Mundial de Donantes de Sangre. Hay muchos católicos que ignoramos la importancia de este gesto, que es de Amor. Dar tu sangre es parecerte un poco más a Jesucristo, no por la sangre, sino porque implica sacrificio de dolor, de tiempo, de ansiedad, de inseguridades. Una donación de sangre o de plaquetas te pone a invertir entre 15 a 45 minutos de donación, sin contar el traslado y los trámites, sin embargo, aunque creas que pierdes una hora de tu existencia, estás regalando todo el resto de una vida a un hermano tuyo. El mismo Benedicto XVI, en el rezo del Regina Cæli del pasado Domingo de Pentecostés, llamó a todas las personas, en especial a los jóvenes a ayudar a otros donando sangre, puesto que esto es también ayudar a los que sufren alguna dificultad. Además, nosotros tenemos un instrumento que logra que las donaciones sean exitosas: a Jesucristo. Por experiencia, te comparto, todas mis donaciones de sangre o plaquetas han logrado restaurar los niveles de los receptores, y por eso me llaman de ese banco de sangre porque me dicen “el padre santo”. Obviamente, no son mis méritos, sino los de Jesucristo, pero yo permito transparentarlos cuando acudo a Dios para ayudar a mis hermanos. Así, mi sangre se convierte en sangre que Jesucristo dona por Amor.
Anímate a hacer el bien de manera silenciosa en la tierra, dona sangre, dona plaquetas. Acércate a cualquier centro. No pongas tus labores por delante de tus hermanos. Decía santa Teresa de Jesús que si estás ocupado en oración y se acerca un hermano a pedirte algo, suelta tu oración, porque el hermano es quien te da motivos para orar, y, por tanto, él es más importante. Aunque te traiga reproches de familiares, de amigos, de superiores, el deber a amar es primero que cualquier cosa, incluso primero que tus miedos a donarte tú mismo, y, parafraseando a Benedicto XVI, el Amor no espera que lleguen los momentos de sacrificio, sino que sale a buscarlos.