Que Dios, que ha resucitado por Amor a nuestro Señor Jesucristo, haga de cada uno de nosotros hijos Suyos resucitados también con Él para que, por fin, el mundo comprenda que la Salvación nos ha sido dada y que sólo en ella obtenemos la verdadera Alegría. Que haya Paz en nuestros corazones y que no haya miedo alguno que nos distraiga. Que comprendamos la necesidad de padecer para poder disfrutar del gozo eterno.
Nos dice Jesucristo en el Evangelio de hoy: “Así estaba escrito: el Mesías debía sufrir y resucitar de entre los muertos al tercer día […]” (Lc. 24, 46), dando a comprender que era necesario que padeciera nuestro Señor. Lo mismo pero con otras palabras nos dice el pregón Pascual, el anuncio que se hace en la celebración de la Vigilia de Resurrección: “Necesario fue le pecado de Adán”. Y, si fue necesario que Jesucristo, siendo Dios, padeciera, ¿no será también necesario nuestro padecimiento? Muchos quizá saben la respuesta, pero muy pocos la aplican: sí, padecer es necesario para poder redimirte por los méritos de Jesucristo. Diría un himno de autor desconocido que leemos en la liturgia de las horas: “para ir al monta calvario, cítame en Getsemaní” (LH, laudes, lunes de la V semana de Cuaresma).
Jesucristo resucitó glorioso, pero lo hizo con sus heridas. Muchos se preguntan si resucitaremos también con las enfermedades que teníamos al momento de nuestra muerte o las que causaron que muriésemos: pulmones perforados, miembros amputados, malformaciones, etc. No han comprendido el mensaje del Señor. Nuestra resurrección es como la de Jesucristo y, por eso, resucitaremos con y por aquello que nos maltrata. Es decir, lo que hace que vayamos muriendo es lo que será motivo de resurrección en nosotros. Por ello es que Jesucristo pudo salvar a toda la humanidad, porque cargó con los pecados de todos los hombres y mujeres de todos los tiempos. Y así, lo que le hizo padecer en el camino de la Cruz, fue lo que permitió resucitar. Jesucristo, al mostrarnos Sus heridas, es testimonio de que nuestra naturaleza caída ha sido redimida.
Ya preguntaba el Señor al aparecérsele a los apóstoles y discípulos: “¿Por qué están turbados y se les presentan esas dudas?” (cf. Lc. 24, 38), haciéndoles referencia a esa aparición Suya entre ellos. Y lo mismo sucede en los corazones de ustedes cuando plantea la Iglesia que el sufrimiento es necesario y que la enfermedad debe ser vivida como motivo de redención. Cuando se padece, la persona es pasiva, es decir, ella no tiene control sobre lo que le hace sufrir; la palabra “pasión” proviene del latín “passio” y, a su vez, de “pati”, “patior”, que es lo contrario de la acción. ¿De dónde procede todo esto que no podemos controlar si Dios mismo nos pidió que gobernásemos todo (cf. Gn. 1, 28)? Estamos llamados a gobernar aquello que nos fue dado por Dios, pero los sufrimientos y las enfermedades nos vienen no por Dios sino como consecuencia de nuestro distanciamiento de Él. Sin embargo, el Señor nos enseña a gobernar incluso aquello que no procede de Él. Nosotros, pues, padecemos los sufrimientos, pero la única manera que podemos adueñarnos de esos sufrimientos es entregándolos a Dios como ofrenda.
El libro del Apocalipsis refiere que el que estaba sentado en el trono, quien por fe entendemos que es Jesucristo, dice que hace nuevas todas las cosas, puesto que ya no habrá llanto ni queja ni dolor ni pena ni muerte porque ya lo de antes había pasado (cf. Ap. 21, 4-5). Esta manera de hacer nuevas las cosas las logra el Señor al dar voluntariamente Su vida. Él mismo lo dice: “Nadie me la quita [la vida], sino que la doy por mí mismo” (Jn. 10, 18a), dejándonos entender que eso mismo podemos hacer nosotros. Entregar nuestras vidas, nuestros padecimientos, nuestros problemas personales, familiares, laborales, nuestros problemas económicos, emocionales, de estudios, es lo que dará testimonio en nosotros al resucitar de ellos. ¿Cómo puedo dar gloria a Dios por sacarme de un problema si yo mismo me obsesiono con buscar la solución y no dejo que Dios me saque de él? Una nueva manera de hacer las cosas es la que nos propone el Señor con Su Resurrección.
“Miren mis manos y mis pies, soy yo mismo. Tóquenme y vean. Un espíritu no tiene carne ni huesos, como ven que yo tengo” (Jn. 10, 39). Así debes decirle a todo el que te vea cambiado y te diga “Fulano, ese no eres tú; tú antes no eras así; eras malo”; sencillamente, tu testimonio de acercarte a él o a ella y seguir compartiendo con ellos hará que puedan creer y convertirse. La Resurrección no te aleja de tus hermanos, sino que te envía a buscarlos, en especial a los que te conocían antes de resucitar, y es en aquello que te crucificó que te santificarás y santificarás a todos. Así verán que Dios hace cosas inmensas en las vidas de los que le aceptan, incluso bajarte de la cruz que llevas y ponerte, con tus heridas, a testimoniar Su Amor.