Buen día, hermanos en Jesucristo. Hoy quiero compartir con todos ustedes algo que reflexioné ayer junto a todos mis compañeros de segundo año de teología. Es un poco extensa, pero era necesario que lo fuera. Pidamos, primero, a Dios que envíe su Santo Espíritu sobre nosotros para que podamos reconocer a Jesucristo cuando sea levantado por nuestras culpas delante de nuestras vidas y que, por la intercesión de san Julio I, papa, podamos abrazar con fidelidad esa Verdad reservada para los que tienen un corazón puro.
Llama mucho la atención que se hable de “señorío” en un mundo donde ya casi no se ven las monarquías. Más nos llama la atención a nosotros, acostumbrados en Hispanoamérica, a una serie de poderes que dependían de otros (con esto me refiero a los tiempos coloniales españoles, franceses, británicos, holandeses, que nos han permitido existir), o quizá a cerca de doscientos años de historia independentista en los que los próceres se han esmerado en conseguir victorias para instituir unas subespecies modificadas de democracia. Estamos, pues, adaptados y formados en estructuras (pseudo)democráticas donde se nos dificulta comprender el concepto “señor”. Por esto, muchos teólogos, especialmente de la teología de la liberación, habían querido proponer el concepto de “presidencia” al referirnos al poder que tiene Jesucristo en la historia y la creación. Este concepto, que intenta acercarnos a la realidad del Señorío de Jesucristo, lo único que hace es incomprender la realidad del Misterio/Verdad al que queremos hacer referencia.
Un señor es quien gobierna, rige y proporciona las directrices para que su reinado sea justo y armónico. Un señor está por encima de un todo y hace que se mueva en un mismo sentido, proporcionando, por benevolencia y beneficencia, las herramientas para alcanzar dicho movimiento. Un señor da más que sólo el pescado; enseña a pescar y, aún más, enseña a fabricar cañas de pescar y a buscar las carnadas. La pregunta —o batería de preguntas— que sucede a estos razonamientos es lógica: si Jesús es señor de la historia, ¿cómo puede verse la historia llena de tantas desgracias y tantas desdichas: terremotos catastróficos cada seis meses, raptos y asesinatos de niños y adultos inocentes, guerras y guerrillas que colocan a los muertos y afectados como daños colaterales, familias con problemas económicos y emocionales graves, amistades y relaciones humanas tensionadas y desgarradas por egoísmo, tsunamis, sequías, violencia, muerte, odio? ¿Acaso Él no es Dios y acaso Dios no es bueno? ¿Cómo el Señor de todo lo creado permite la injusticia y el desenfreno?
Lo primero que debemos revisar es la acción de Dios. Lo central en los evangelios ¿qué es? Justamente el centro es la Pasión, Muerte y Resurrección de nuestro Señor Jesucristo. Es justamente lo que celebramos en cada Eucaristía, lo que celebramos con cada rezo personal o comunitario, lo que celebraremos dentro de menos de dos semanas. Si Dios mismo quiso encarnarse para salvarnos es un misterio tan grande que no hay manera de que podamos razonarlo y encontrarle la lógica. Si le buscamos la lógica, fácilmente terminaremos cayendo en herejías, como el arrianismo. ¿Por qué, entonces, Dios se haría como uno de nosotros para salvarnos? Porque no hay otra manera de salvarnos. Un señor de verdad, uno que se preocupa por su reinado, que se preocupa por su pueblo, baja y se hace parte de ellos para comprenderlos, para dejarse conocer, pero, sobre todo, para enseñorear al pueblo. Pero no sólo enseñorearlo para que los demás sepan que él es señor, sino enseñorearlo para que los demás sepan que él hace de ellos algo suyo.
Eso es justo a lo que hacen referencias todas las lecturas que nos propone la santa Madre Iglesia: Jesucristo es Señor de la vida y hasta de la muerte (por ejemplo, la vuelta en vida de Lázaro de Betania, cf. Jn. 11, 1-45), es Señor de la ley y de la dignidad humana (por ejemplo, el perdón a la mujer adúltera, cf. Jn. 8, 1-11), es Señor de la Verdad y la Misericordia (por ejemplo, su discurso a los judíos sobre su misión, cf. Jn. 8, 21-30), de la Libertad (cf. Jn. 8, 31-42), de la Fe (cf. Jn. 8, 51-59), de las Obras (cf. Jn. 10, 31-42), de la Salvación humana (cf. Jn. 11, 45-57). Todas estas lecturas, desde el Domingo V de Cuaresma hasta el Domingo de Ramos nos guían por en medio del Señorío de Jesucristo. Y, pues, ¿qué señorío es este? ¿Cómo puede ser alguien señor de algo que otros hacen por odio a él?
El mismo Jesucristo responde a esas preguntas anunciando varias veces su Pasión (cf. Mt. 16, 21-23; 17, 22-23; 20, 17-19; Mc. 8, 31-33; 9, 30-32; 10, 32-34; Lc. 9, 22; 44-45; 18, 31-33) y haciendo énfasis en la necesidad de que esto suceda. Desde siempre hemos asumido esto como Iglesia y lo hemos proclamado a viva voz. Quizá estas nuevas generaciones no comprendan. Por eso, en el siglo XX y el principio del XXI, ambos siglos de tantas dificultades por el relativismo que se nos presenta en todo, de Benedicto a Benedicto, hemos podido hacer un recorrido de las manifestaciones de este señorío hoy: Benedicto XV en 1920 escribe la Pacem Dei munus, con la que anunciaba que la Paz necesaria durante el período de la primera guerra mundial para que todos los hombres sean considerados entre sí hermanos venía en el nombre de Jesucristo; Pío XI, con la Quadragesimo Anno (1931), declara que la Iglesia tiene el derecho y el deber de proteger y dirigir las vidas de los países en el surgimiento de las dictaduras socialistas ya que ella ha sido dotada de autoridad moral por parte de Jesucristo para guardar a esos hermanos; Pío XII, en la Optatisima pax (1947), asocia los conflictos por violencia en la segunda guerra mundial al distanciamiento de los seres humanos de Jesucristo, que hace que se distancien entre sí; Juan XXIII, con la Pacem in terris (1963), y Pablo VI, con la Populorum progressio (1967), hacen reconocer que construir un mundo sin Dios es organizarlo contra el ser humano y que la Paz real proviene del reconocimiento de la investidura de la autoridad por medio de Jesucristo, es decir, que el verdadero humanismo reside en el reconocimiento del orden establecido por Dios; Juan Pablo I, en 1978, con su breve pontificado, no perdió oportunidad para anunciar que los problemas de la historia tienen la respuesta en Dios mismo, que nos ama aún más por estar justamente enfermos de maldad, como una madre no se olvidaría de sus hijos; Juan Pablo II, en la Redemptor hominis (1979), nos explica cómo Jesucristo asume nuestros miedos, nuestros sufrimientos, nuestras culpas para enseñorearlas, para hacerlas motivo de salvación para todos; y Benedicto XVI, con la Deus Caritas est (2005), nos abre aún más los ojos para que reconozcamos que todo este camino de Señorío ha sido, es y será por Amor, por el mismo Amor que Dios es.
Jesucristo pudo haber gobernado desde la distancia de una humanidad que desconoce la Verdad, sin embargo, eso no tendría como resultado nada distinto que el que tendría una guerra o un juego de mesa: sólo llegarían a la meta aquellos que el azar hubiera permitido que llegasen. Pero Dios no es un azar ni hace las cosas a la ligera. Dios, en Su Elegante Plan, entra en la historia: entra en el tiempo, en el espacio, se somete a las leyes que Él diseñó, se somete a las normas que su Creación ha establecido por Su Autoridad, para hacer que todo aquello que fue roto por el pecado del ser humano, se recomponga y se reordene hacia una Transfiguración e Identidad con Él. Jesucristo, así, entra en la historia de la salvación de un pueblo dado al entrar en el desierto a ser tentado por Satanás: entra en las tentaciones, entra en el sagrado trueque de su vida por la vida de muchos. En Jesucristo se concentra toda la historia de la salvación, y nuestra historia es realmente Su historia. Nuestra historia tenía un fin (que no ha dejado de ser), un fin de santificación y de glorificación de la dignidad nuestra en cuanto otorgada por Dios, y ha sido rectificada para que, aún con nuestros agregados personales (odios, violencias, sufrimientos, muertes), podamos alcanzar fácilmente la promesa de la eternidad.
Convertirse a Jesús es, pues, convertirse a la historia de la salvación y es, por lo tanto, convertirse a sus hermanos. Seguir a Jesucristo es seguir el plan perfecto de unión de unos con los otros y de todos con, en y para Dios. No hay manera de disociar la Grandeza de Dios y la Historia de la Salvación. Jesús se hizo Señor de la Historia justamente pasando por nuestras debilidades. Hizo de lo que nos apartaba de Él algo que nos acerca más a Él. Como diría san Pablo a los efesios: “él ha unido a los dos pueblos en uno solo, derribando el muro de enemistad que los separaba” (2, 14), así podemos entender nosotros la unión de lo que Dios hizo perfectible en nosotros y lo que nosotros logramos al alejarnos de Dios. Muestra sencilla de eso es la vida de los santos, que asumen con humildad y valentía las enfermedades, los acosos y el odio para poder acercarse más al Señor. Es que ya el sufrimiento y la muerte no son consecuencias de un distanciamiento de Dios, sino que son ahora, por la muerte de nuestro Señor Jesucristo, pasos necesarios que justifican y santifican a los que buscan la perfección en el Amor. Ya nuestras vidas son realmente Vidas por el Espíritu Santo que nos da Jesucristo (cf. Rom. 8, 8-11) y ya no tememos en las cañadas oscuras del mundo (cf. Sal. 22, 1-6) porque el Señor escucha nuestras oraciones y gritos (cf. Sal. 101, 2-3.16-21) y se acuerda de Su alianza eternamente (cf. Sal. 104, 4-9). Por eso también nos dirá san Pablo que, por rebajarse hasta la peor muerte, quiso Dios levantarlo sobre todo (cf. Fil. 2, 6-11), y el mismo Señor Jesucristo nos dirá que “si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn. 12, 24).
Ser de Jesucristo es hacerse parte de su historia y, como diría el Cardenal Saraiva Martins, ser de Jesucristo, es decir, ser santo es ser realmente más humano, porque la santidad no consiste en otra cosa que ser plenamente humano. Haciendo la humanidad plenamente salva, incluso y sobre todo, en aquello de lo que no merecía Su Amor, enseñorea el Señor lo sucio para darle una calidad plena de pulcro y santo. Así es que nuestras vidas quedan unidas a la Vida por antonomasia, a la Vida de Jesucristo, el verdadero y único Señor de la historia.