Buen día, hermanos amados. Pidamos al Señor Dios, que ha iluminado al mundo entero con la palabra del apóstol san Pablo, que haga que quienes recordamos hoy su conversión, imitando sus ejemplos, anunciemos el Evangelio al mundo y seamos así testigos de Su Verdad (adaptado de LH III, oración de laudes de la fiesta de conversión de san Pablo).
Hoy quiero compartir con ustedes un monólogo que escribí hace tres años con motivo del año paulino y a petición de un retiro de unos hermanos. Se llama “En casa de Judas” y es un monólogo de san Pablo en Damasco. Muchas veces necesitamos abrir los ojos ante las cegueras que nosotros mismos, por tercos, nos ganamos. Que Dios les colme de sabiduría y discernimiento para tomar lo que de Él procede y ponerlo a dar frutos.


En Casa de Judas –Monólogo de Pablo en Damasco-.
¡No puedo ver! ¡No puedo ver! Me siento los ojos pesados, me pican. Me duelen. Siento como que quieren salirse sus cuencas. Me llevo las manos a los ojos y, al tocarlos, siento unas escamas ásperas, como de barro muy seco. No se me quitan. ¡Se me han sellado los ojos! ¡Jamás volveré a ver! ¿Por qué me castigas, Yahvé? ¿Acaso no he llevado al extremo tus Leyes y Mandatos? ¿Acaso no has notado que tu siervo es capaz de matar para que se mantengan intactos tus Mandatos? ¿Por qué me castigas, Yahvé?
Sabes, Dios de Israel, que soy un fariseo que tú has bendecido con tantas cosas, que todos mis compañeros me envidian: mi familia es adinerada, soy de Tarso, una ciudad demasiado reconocida e influenciada por Roma, y por ello, también, tengo ciudadanía romana, soy fariseo y soy muy joven, y no existe figura pública en Jerusalén que no sepa quién soy yo. Es más, hasta Herodes Antipas me conoce, y por ello me encargó sin problemas esta empresa. Estudié en la escuela de Gamaliel, con quien compartía todos mis conocimientos, excepto su amistad con aquellos nazoreos.
Yo acababa de llegar a Jerusalén, y no conocía nada de lo que acababa de acontecer recientemente. Sólo recuerdo que, al llegar al sanedrín, mis amigos me vieron como un aliado formidable por mi manera de defender mi creencia… mi fe en ti, Yahvé, y todos los Mandatos que nos diste a través de Moisés y de todos tus profetas. Y, al ser tan entregado a estas cosas, quisieron empaparme de lleno de lo acontecido.
Esos nazoreos, o nazarenos. ¡Qué sé yo cómo se llamaban! Ellos eran tan contrarios a lo que yo soy. Allí donde yo era capaz de relacionarme con griegos, romanos y otros gentiles, para obtener beneficios económicos y sociales para tu Templo, mi Dios, mi Yahvé, aquellos abominaban ese tipo de relación. Ellos denunciaban esas relaciones y perjudicaban mi persona, nuestra apariencia, los beneficios tuyos, Dios. ¡Sí, lo sé! ¡Eran una raza de incircuncisos, pero había que agradarte! Tenía que adaptarme a ellos, y aceptar sus costumbres, pues, si no lo hacía, ¿cómo mantendríamos encendido el fuego que consumía el incienso que te agradaba en el Sancta Sanctorum? A los pobres y enfermos, que son más de las tres cuartas partes del pueblo Tuyo, Yahvé, se les iba todo su sustento en los impuestos a Roma. Ellos no podrían aportar más que su sacrificio anual. Y ya la mayoría no traía corderos y terneros, sino que podían comprar solamente dos tórtolas y ofrecértelas. ¡Entonces tenía que juntarme con esos gentiles! Sin embargo, aquellos eran intransigentes con sus costumbres, y no toleraban las transgresiones de la Ley. Por eso choqué de inmediato con ellos, hasta el punto que odiaba el hecho de que se presentasen en tu Templo a predicar sus mentiras.
Durante varias semanas acudí allá para rebatir sus patrañas, mientras el odio hacia ellos seguía creciendo en mi interior. Un día no aguanté y logré hacer que los judíos que estaban allá echaran de allí a aquellos nazoreos, acto que realizaron provocando la muerte de un tal Esteban y dejando heridas graves en Jacobo o Santiago, como le llamaban. Ahí fue la primera vez que escuché el nombre de su jefe y revolucionario: Jesús. ¡Le decían “el Hijo del Hombre”! ¡Lo comparaban contigo, Dios! ¡Estaba sentado junto a ti, en tu Trono de Gloria! Por eso, aprobé la muerte de Esteban. ¡Ese blasfemo! Luego me enteraría que eso mismo predicaba el Jesús aquel, quien, como tantos otros en Jerusalén, para obtener ganancias económicas y disfrutar de estatus entre los judíos, se proclamaba Mesías, y hacían y decían cosas para “cumplir” las profecías, y hasta entraban en burro a la Ciudad Santa.
¡Tenía que acabar con ellos! Una fe que nos sacó de los opresores de Faraón, que nos movió por cuarenta años a través del desierto, que nos instaló en una tierra prometida, no iba a ser destruida por un puñado de charlatanes que blasfemaban contra ti.
Apoyado por mis amigos del sanedrín, me convertí en defensor de mi fe, que era representada por el mismo sanedrín. Inicié una campaña de persecución de los nazoreos, que fue fuertemente apoyada por el Sumo Sacerdote de aquel año. Y cómo se nota que tu mano estaba en todo esto, mi Yahvé y mi Dios, puesto que esta campaña no hubiera sido posible bajo el control de Roma, pero, destituido Poncio Pilato y estando Vitelio organizando una rebelión de los nabateos contra Herodes Antipas, Jonatán, el Sumo Sacerdote del sanedrín, podía actuar libre e impunemente.
Todos aquellos nazoreos empezaron a dispersarse en todas direcciones y, pude conseguir cartas de presentación de Jonatán, quien me autorizaba a perseguirlos hacia Damasco, donde creía que había ido Cefas o Pedro, como también le decían, uno de los cabecillas, a refugiarse. Así, si encontraba seguidores impíos de ese “camino”, fueran hombres o mujeres, podía llevarlos atados de vuelta a Jerusalén para juzgarlos como merecían, según tus Mandatos, mi Dios. Antes de mi partida a Damasco, fui a despedirme de mi maestro Gamaliel, pero éste, que había sido testigo de parte de la vida de aquel Jesús y respetaba profundamente a Jacobo, otro de los jefe de los nazoreos, me recriminó esa lucha que había emprendido, y la calificó de abominación a los ojos Tuyos, Yahvé. ¡Cómo va a ser posible! ¡Mi maestro diciéndome estas cosas! Me sentí perdido en un gran mar de dudas.
Emprendí mi camino, dirigiendo a un grupo de hombres que me ayudarían, pero las dudas me atormentaban, y me preguntaba si hacía lo correcto. En medio del calor del camino desértico que caracterizaba toda esta tierra, junto con esos ayudantes, que eran judíos pero trabajaban para Roma, de repente, cerca ya de mi objetivo, una gran luz venida del cielo me rodeó y caí en tierra, golpeándome fuertemente la cabeza, y oí una voz que me decía: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”. Parecía tu voz, mi Dios, así como la narran nuestros Padres y profetas. Y le respondí: “¿Quién eres, Señor?”. Y me dijo: “Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Pero levántate, entra en la ciudad y se te dirá lo que debes hacer”. Estaba atónito y no podía ver, ¡aún con mis ojos abiertos! Mis hombres, al parecer que se espantaron del miedo, porque varias horas más tarde, me encontró un señor llamado Judas, y me trajo a su casa. Me dice que entraba a su ciudad y me encontró sucio, solo, agotado y hambriento, tirado a un lado del camino.
Llevo ya tres días en la casa de Judas, quien, aunque es de poco hablar, cuida de mí como nadie lo había hecho. Estos tres días los he pasado en oración y en ayuno, puesto que tú, mi Dios, me has hablado y te has presentado como aquel Jesús. ¡Todos mis esfuerzos, todas mis creencias, Dios! ¿Dónde están? Sólo interrumpo mis oraciones por el sueño y cuando mi nuevo amigo Judas me ayuda a bañar. Acabo de tener una visión, donde un anciano llamado Ananías entraba en esta casa, me imponía las manos en la cabeza y los hombros y recobraba mi vista. ¡¿Qué quieres de mí, mi Dios?! Si esto sucede, anunciaré lo que quieras.
Escucho a Judas hablando con alguien fuera de la casa. Es la voz de un anciano. ¡No puede ser! Acaba de presentarse. Hablan en voz baja, para que yo no los escuche. Me acerco en silencio a la entrada de la casa a ver si escucho mejor. Judas suena asustado. El anciano acaba de decirle que yo soy un perseguidor de los nazoreos, y Judas es uno de ellos, y también que aprobé la muerte de Esteban. Pero dice que viene enviado de Dios. Dice que estaba en oración, y tuvo una visión donde Dios le llamaba por su nombre, y él le respondió como Samuel, el profeta, lo hizo. Dice que Dios le dijo que viniera a casa de Judas, en la calle Recta, y preguntara por uno de Tarso, llamado Saulo. ¡Ese soy yo! Dice que lo había visto en oración.
Judas, más asustado aún, le dice que yo he pasado estos tres días sin comer, sin beber, y no podía ver nada. Le dice que tiene miedo, porque pudiera ser que yo estuviera planeando la manera de matarlo y acabar con el resto de los nazoreos. Pero el anciano lo calma, diciéndole que eso mismo pensaba él, y que, incluso, en la visión, le dijo a Dios que había oído a muchos hablar de mí, y de los muchos males que he causado a sus santos en Jerusalén y que había venido a Damasco con poderes del Sumo Sacerdote Jonatán para apresar a todos los que invocaban el nombre del Señor. Dice que Gamaliel había enviado noticias antes de que yo llegara para advertirlos del peligro. Pero Dios mismo en la visión le dijo al anciano: “Vete, pues este me es un instrumento de elección que lleve mi nombre a los gentiles, los reyes y los hijos de Israel.” ¡Imposible! ¡No puede ser! Dios mismo ha hablado. El Jesús que yo perseguía me quiere a mí para servirle. ¡No soy digno de ello! Corrí a tientas a sentarme a la cama en el mismo momento en que Judas y el anciano entraban a la casa.
Saulo, hermano, mi nombre es Ananías. Me ha enviado a ti el Señor Jesús, el que se te apareció en el camino por donde venías, para que recobres la vista y seas lleno del Espíritu Santo.” Diciendo esto, puso sus manos sobre mi cabeza y mis hombros, y al instante cayeron de mis ojos unas escamas y recobré la vista. Caí de rodillas ante mi curador, y oramos juntos, él con sus manos aún sobre mi cabeza, y el Señor me mostró todo lo que tendré que padecer por Su Nombre. Luego me levanté, y Ananías me llevó a las afueras de las murallas de la ciudad, en un sembradío, y me bautizó en el nombre del Jesús para recibir el Espíritu Santo, y mis nuevos hermanos me dieron de comer.
Ya he recobrado mis fuerzas. Ya no necesito ayunar para que Dios me diga si estaba o no en lo correcto. Ya me habló y conocí al Señor Jesús. He pasado unos días con los discípulos suyos en Damasco, quienes me temían aún. Pero han visto lo que el Espíritu Santo ha hecho en mí. A ustedes tengo que dejarlos, puesto que voy camino a las sinagogas a hacer lo que antes no entendía: ¡predicar que JESÚS ES EL HIJO DE DIOS!