Muy buen día, hermano y hermana. Que Dios rico en Bondad, por la intercesión de san Ambrosio, haga de nosotros hombres y mujeres capaces de dar la vida por la enseñanza del Evangelio y fortalezca, con ello, nuestra fe católica que busca que todos los hombres y mujeres se salven y lleguen al conocimiento Suyo.
En este tiempo de Adviento, esperando la venida de nuestro Señor Jesucristo, solemos realizar retiros y convivencias y recibir prédicas y escuchar homilías que van preparando el camino para esa llegada. Se nos habla de los personajes del Adviento (Isaías, Juan el Bautista, la Virgen María) y de disponer nuestro corazón para que el niño Jesús nazca en nuestros corazones. No hay nada malo en eso, sino todo lo contrario. Es excelente que dispongamos nuestras vidas para poder concebir en nuestro interior la Palabra de Dios, que es nuestro Señor Jesucristo. Pero la santa Madre Iglesia Católica no lleva todos estos siglos celebrando el Adviento sólo para que la Palabra de Dios nazca en nuestros corazones y hagamos alegorías de pesebres interiores y demás para suplir necesidades y carencias superficiales. Es cierto que la Iglesia ha querido recordar esa primera Venida en la carne de nuestro Señor, pero también quiere que nos preparemos para su segunda Venida en gloria.
Contemplar un pesebre, colocar un árbol de Navidad, rezar ante la corona de Adviento, son actividades que suelen quedarse en lo estético para nosotros. Y para aquellos que tienen mucha imaginación, pueden pasar a recordar los momentos que pasó la Sagrada Familia en los días perinatales de nuestro Señor Jesús. Pero, si esto se queda sólo en eso, ¿de qué ha valido tanta liturgia en nuestra Iglesia? No tenemos que ser genios para darnos cuenta de que las lecturas que se proponen diariamente nos hablan, primero, de profecías sobre la Venida del Señor (que podemos tomar tanto como las profecías del Nacimiento como las profecías de la Parusía) y, segundo, de las actitudes que debemos tomar ante los signos que muestran que el Reino de los Cielos está cerca (y todo esto último nos lo dice el mismo Jesucristo en el Evangelio de cada día). Y, si vemos un poco más profundamente, como lo aclaraba el pasaje del paralítico y sus amigos (cf. Lc. 5, 17-26), deberíamos percatarnos de que esta venida gloriosa del Reino de los Cielos y de Jesucristo el Rey no es algo de carácter meramente personal. Nos dice el texto de Lucas que los hombres bajaron por el techo al paralítico en una camilla para que Jesús lo sanara y “al ver la fe de ellos, Jesús le dijo: «Hombre, tus pecados te son perdonados»” (v. 20). Jesús le perdonó los pecados a un hombre por ver la fe de aquellos que lo llevaban.
Ahora deberíamos preguntarnos si nuestra relación con Dios es tan buena que nos lleva a pensar en los demás en este tiempo de Adviento. Pero, siendo un poco más personal, ¿te sientes causa de la Providencia Divina para los demás? ¿Eres acaso tú causa de la Misericordia de Dios para tus hermanos? ¿O, sencillamente, te has quedado sólo en ser consecuencia de ella? Si sólo eres bondadoso o atento cuando alguien ha sido bondadoso o atento contigo, si sólo andas alegre cuando alguien o algo te produce alegría, eres consecuencia de las Bondades de Dios. Y eso no está mal… pero no es la plenitud de lo Bueno. Jesucristo mismo proclama un Amor activo, no pasivo. Él nos habla de “amar al prójimo como Él nos ha amado”, no de dejarse amar por el prójimo. Él nos habla de “dar la vida por sus amigos”, no de dejar que los amigos den la vida por ti. La plenitud del Amor es Dios, y Dios es actuante, amante. Y eso mismo nos aclararía el Santo Padre Benedicto XVI al decirnos que el Amor no espera momentos para actuar, sino que sale a buscarlos. En cambio, cuando eres bondadoso o atento con todos, sólo porque entiendes el significado de tu esperanza, entonces eres causa de las Bondades de Dios para los demás. No es que Dios necesite realmente de ti para ser Bueno, sino que tú necesitas de Él para serlo y, siéndolo, el Amor de Dios se manifiesta con mucha mayor grandeza entre los seres humanos.
Ser causa del Amor de Dios para otros es mostrarle al otro que merece ser amado y que, por encima de todo, es amado por Dios. Esto es el verdadero anuncio de la Buena Noticia (kerygma-martyria), que, en muchas ocasiones, puede traernos consecuencias indeseables, pero que nos llevan a glorificar más a Dios. Ser causa de la Providencia de Dios para el hermano es ser Su mano activa en lo material y físico; siempre andas esperando que Dios provea, pero nunca te pones a pensar que quizá Dios quiere proveer a alguien a través de ti. Esta es una de las maneras en las que se manifiesta el servicio en la caridad (diakonía). Ser causa de la Misericordia de Dios para el atribulado es actuar conforme a todo lo que has venido aprendiendo en la Iglesia. Es ser motivo para que el otro entienda que Dios no es un justiciero castigador que anda buscando sus faltas para llamarte la atención, sino que su vida es tan valiosa para Dios que es sagrada, porque así Él lo ha considerado. Hacer sagrados los momentos importantes de la vida humana es celebrar la sacramentalidad de la vida misma (leiturgia).
Ahora es un buen momento para esperar la Venida de nuestro Señor Jesucristo glorioso y triunfante, pero preguntándote si eres causa o consecuencia de la misma. ¿Eres tú capaz de mostrar un Señor amante, un Señor reinante? ¿O prefieres que te prediquen a ti, que te den ejemplo a ti, que te busquen a ti? ¿Eres tú la oveja perdida? ¿O eres el pastor que la busca? Dios puede hacer cosas inmensamente maravillosas contigo y a través de ti, y lo único que tienes que hacer es dejarlo a Él hacer. Dios no te anula al obrar a través de ti, sino que engrandece la dignidad de todo ser humano, de todo hijo Suyo, en tu persona. Manifiesta tú las grandezas de Dios al permitirle a Él manifestarse a tus hermanos, para que, siendo causa de Su Amor para todo el género humano, podamos ser testigos plenos como nuestra Madre, la Virgen Inmaculada, lo es.