Muy buen día para ti, hermano. Pidamos juntos a Dios que, por la intercesión de santa Margarita de Escocia, san Roque de Santa Cruz y santa Gertrudis, nos enseñe a amar realmente todo lo que ha creado para nosotros, para que, por el mismo amor que le tiene a su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, vayamos asemejándonos cada día más a Él.
En todos estos días, las lecturas diarias de la Palabra de Dios han venido hablándonos de asuntos escatológicos, del final de los tiempos, de guerras, de tribulaciones, del juicio final. Los escritos están tomados del libro del Apocalipsis, de las profecías de Daniel, de Malaquías, de las cartas de Juan y de extractos del Evangelio donde el Señor Jesucristo nos habla de estas cosas. Y nos pasamos todos estos días pensando sobre el fin del mundo, y vemos películas y documentales que hablan de estas cosas, y hasta corroboramos (de manera ignorante) que científicamente se han podido conocer los modos en los que acabará este mundo. Pero no quiero que hoy reflexionemos sobre el fin del mundo, sino sobre cómo muchísimas veces ni siquiera sabemos de qué se nos está hablando al leer o escuchar estas cosas.
Hay palabras y conceptos que leemos, como “Juicio final”, “fin del mundo” y “escatología”, de los que ni siquiera tenemos la menor idea de lo que nos dicen. Y somos tan perezosos para el conocimiento que preferimos darles el significado a partir de lo que otros dicen y no a partir de su significado real, que podemos encontrar en diccionarios y/o vocabularios de teología. Entonces, entendemos cosas como que el juicio final será un momento en el que se te pasará la historia de tu vida como una película y se te irá diciendo “esto estuvo mal” o “esto estuvo bien”. De ser así, ¿de qué sirve que Jesucristo haya dicho que en aquel momento final ya no le preguntaremos nada (cf. Jn. 16, 23)? O bien, ¿de qué sirve que Él mismo haya dicho que el juicio consistirá en la separación de la luz y las tinieblas (cf. Jn. 3, 19-21)? Asimismo, se nos ocurre pensar que el fin del mundo es una destrucción total de todo lo creado, cuando el concepto de “mundo” no es el mismo que el concepto de “tierra” o “planeta”. ¿Para qué habrá hecho Dios todo esto con tanto Amor para luego destruirlo Él mismo? Y, de ser así, ¿para qué nos dice san Pablo que la creación entera gime expectante la manifestación de los hijos de Dios y que ella será liberada de la esclavitud a la que fue sometida por nuestros pecados (cf. Rom. 8, 18-23)?
Un buen manejo del lenguaje hace que haya mejor comunicación entre los hijos de Dios. Eso fue lo que quiso Dios hacer con nosotros al enviarnos a Su Hijo, el Logos, Su Palabra a habitar entre nosotros (cf. Jn. 1, 1ss). Es el mismo Juan quien nos dice que la Palabra es la luz verdadera que ilumina a todo hombre (v. 9), pero no la palabra hablada y punto, sino la palabra que interpela, la palabra que enseña, la palabra que cuestiona y modifica. Es la palabra que te cambia para bien la que procede de Dios, y toda palabra puede cambiarte en la medida en que te dejes afectar e interpelar por ella. Por esto, entre otras cosas, es que la Palabra de Dios nos habla tanto del conocimiento de Jesucristo y del conocimiento de la Verdad. Pero, claro, si solamente te quedas en lo que dicen los pseudocientíficos sobre Jesucristo y no acabas de entender que Jesucristo es el Amén del Padre (cf. Ap. 3, 14), es decir, que Jesucristo es la Palabra en acción de todo lo que ha dicho, dice y dirá el Padre, entonces no entenderás la trascendentalidad de Jesucristo como Palabra de Dios y Redentor del mundo.
Para los católicos debería ser una prioridad la correcta formación en cuanto a lenguaje y comunicación. Así, diría el Santo Padre Benedicto XVI en su discurso a los participantes de la asamblea del Pontificio Consejo para la Cultura: “Hablar de comunicación y lenguaje significa, de hecho, no sólo tocar uno de los puntos cruciales de nuestro mundo y sus culturas; sino que, para nosotros los creyentes, significa acercarse al misterio mismo de Dios que, en su bondad y sabiduría, ha querido revelarse y manifestar su voluntad a los hombres” (13 de noviembre de 2010). Puntos cruciales porque, con las nuevas tecnologías de comunicación, en lugar de acercarnos como sujetos, nos hemos acercado como objetos de la comunicación, haciendo mayor énfasis en los medios que en los fines. Ahora mismo, en este mundo, lo que parece ser un entorno social mucho más cercano a cada individuo gracias a estas redes, se ha convertido en un agujero negro donde el ser humano no sabe expresarse adecuadamente. De hecho, deberíamos eliminar el adjetivo “social”, porque algo social hace referencia a la sociedad, y, por definición, según la Real Academia de Española, sociedad es un grupo de personas que, por la mutua cooperación, buscan cumplir todos o alguno de los fines de la vida. Ahora te pregunto, ¿cuáles son esos fines de la vida que tú, como ente social, tratas de conseguir cuando ni siquiera te preocupas en mejorar tu lenguaje y tu comunicación para beneficio de todos?
Es una lástima que muchos católicos crean que “tú entendiste, ¿o no?” y “es internet; da lo mismo cómo hablas” sean frases cotidianas. Expresándote de esta manera y actuando así, claramente, te importa poco lo que el hermano pueda entender y, si esto es así, es un acto egoísta que amerita una revisión de tu parte. Aunque el mundo te venda hoy un exceso de información, no la aceptes sólo porque sí. Más que información de lo que está sucediendo, necesitamos formación sobre lo que sucede, para así poder ser entes de cambio que sí generen, realmente, sociedades autoconscientes y que puedan progresar. Cuando la Palabra te interpela, la asimilas y deja que actúe en ti, realmente permites que se haga carne en tu vida y puedes asumir el mensaje de Benedicto XVI en el discurso antes citado cuando dice: “necesitamos hombres y mujeres que hablen con su vida, que sepan comunicar el Evangelio, con claridad y coraje, con la transparencia de las acciones, con la pasión alegre de la caridad”.