Buen día, hermanos. Abundantes bendiciones para todos ustedes hoy. Pidamos a Dios que, por la santa intercesión de san Wenceslao y san Lorenzo Ruíz, nos enseñe el camino de la entrega absoluta para así olvidarnos de recibir nuestros bienes aquí en la tierra y lo recibamos con creces en la vida eterna.
Desde hace unas dos semanas he venido encontrándome con hermanos que realmente desconocen ciertas realidades de la Iglesia, en lo concerniente a su sostenimiento. Y he escuchado muchas opiniones sobre cómo la Iglesia tiene mucho dinero, sobre cómo los sacerdotes reciben donaciones inmensas, y, de hecho, como aquella comediante estadounidense, Sarah Silverman, que inició una campaña sobre “vender el Vaticano y darle de comer a los pobres”. Me río con esas cosas porque denota un grado excesivo y caricaturesco de ignorancia. Pero lo peor de todo es que hay millones de personas que piensan igual y que se hacen sus seguidores… muchos de ellos católicos.
Durante la liturgia de la Palabra de la Eucaristía del pasado Domingo (XXVI del T.O.) meditaba estas cosas y, con el Evangelio (cf. Lc. 16, 19-31), me di cuenta de que era necesario que mucha gente abriera los ojos. Esto porque la mayoría de los enemigos de la Iglesia Católica se encuentran dentro de ella, ya que una gran parte de los católicos son ignorantes de estas cosas o no les interesa la propia formación. ¿Por qué hay que asumir que el concepto de gratuidad es un estado material y no uno moral/espiritual? Me refiero a aquellos predicadores, misioneras, trabajadores a tiempo completo en el Reino de Dios que no tienen nada material que dar, pero dan de su vida y se gastan. Hay quienes asumen que, como ellos lo hacen gratis, no podemos darles nada, porque, de hecho, “no estamos obligados a darles nada de sustento”. ¿No es acaso eso poner la ley por encima del hombre (cf. Mc. 2, 23-28)? ¿No es esto poner la justicia por encima de la misericordia (cf. Mt. 9, 12-13)?
Lo mismo sucede con la vida consagrada. Muchísima gente piensa que, como siempre le están regalando cosas a las hermanas y a los hermanos, o a las monjas y los monjes, o a los sacerdotes y seminaristas, siempre tienen. Déjenme expresarles ciertas realidades que suceden al interior de estos grupos de servidores. Primero, dependen totalmente del quinto mandamiento de la Iglesia Católica. No hablo de los mandamientos de la ley de Dios, sino de los cinco mandamientos de la Iglesia (cf. CIC 2041-2043), que tienen como fin “garantizar a los fieles el mínimo indispensable en el espíritu de oración y en el esfuerzo moral, en el crecimiento del amor de Dios y del prójimo” (2041). Este mandamiento reza así: “El quinto mandamiento (ayudar a la Iglesia en sus necesidades) señala la obligación de ayudar, cada uno según su capacidad, a subvenir a las necesidades materiales de la Iglesia” (2043). Y no es un mandamiento impuesto, sino basado en cuestiones lógicas: ¿quiénes deben ayudar a sustentar el servicio a tiempo completo de personas que se van a dedicar a trabajar por y para la Iglesia? ¿No son sus hermanos quienes deberían hacerlo?
Segundo, están concentrados en comunidades, según el mandato de nuestro Señor Jesús. Por esto, lo que para ti solo puede parecer una gran cantidad de dinero o de bienes, donde hay doscientos hombres en formación sacerdotal, por ejemplo, un saco de arroz de 180 libras puede irse en un solo almuerzo. Y ni hablemos de las carnes, que, de por sí, son más caras que el arroz. Y eso es sólo la alimentación. Pensemos en los estudios, donde, bien sabemos, un semestre de estudios superiores (excluyendo la universidad del Estado) puede salir en unos 10 mil ó 15 mil pesos por estudiante. Calculen eso con los seminaristas diocesanos solamente. Estos estudios los cubren las diócesis a los que pertenecen. ¿Pero, de dónde saca dinero la diócesis? De un porciento mínimo de las colectas que se hacen en misa (porque, también sabemos, parte de ellas son para el mantenimiento y adecuación de las parroquias), que muchos no queremos ni hacer, porque “ese padre pide mucho” o “la Iglesia tiene mucho dinero y yo no”.
Así pudiéramos enumerar muchas realidades de la vida de los consagrados que casi nadie toma en cuenta. Pero después exigimos que los sacerdotes vayan a los actos penitenciales a confesar miles de personas, cuando sólo le damos un vaso de agua. ¿Y cómo se va a transportar el sacerdote? ¿Y qué va a llevar a su comunidad de todo ese trabajo realizado? Bien manda el Señor Jesucristo a no llevar nada para el camino: “Id proclamando que el Reino de los Cielos está cerca. Curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios. Gratis lo recibisteis; dadlo gratis” (Mt. 10, 7-8), pero nunca leemos los dos versículos siguientes que sí describen la realidad que vive nuestra Iglesia: “No os procuréis oro, ni plata, ni calderilla en vuestras fajas; ni alforja para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón; porque el obrero merece su sustento” (vv. 9-10).
Es cierto que el diezmo (dar el 10% de sus pertenencias a la Iglesia) no es una práctica pastoral, pero en ningún momento quiere esto decir que se eliminó todo tipo de responsabilidad para ti de sustentar a quienes hacen el trabajo que, de otra manera, otros no harían. Las miles de obras que pueden tener los templos católicos den todo el mundo son patrimonio de la humanidad, administrados por la Iglesia. ¿Sabías que las esculturas de los Museos Vaticanos están aseguradas en un (1) euro, porque no hay comprador en la tierra que pueda pagar el valor histórico y artístico de las mismas? O sea, estos “tesoros” valen tanto que no valen nada. ¿Y entonces, tiene realmente la Iglesia tesoros? Para el año 257 de nuestra era, se desató una persecución contra la Iglesia naciente, instigada por el ministro de finanzas del imperio romano y actuada por el emperador Valentiniano. Se acusó a la Iglesia de acumular “tesoros” y se llamó a juicio al diácono Lorenzo para que los entregara. San Lorenzo, entonces, reúne a todos los ciegos, cojos, enfermos y pobres de la ciudad de Roma y se los presenta al emperador, diciendo: “Aquí están nuestros tesoros eternos, que jamás desaparecerán y que siempre nos darán inmensos frutos y ganancias, esparcidos por el mundo entero“.
Hagamos nuestra la causa de los pulmones de nuestra Iglesia, aquellos hombres y mujeres que se dedican día y noche a anunciar el Evangelio y que oran constantemente por nosotros. ¿Quién sostiene a la Iglesia? La Iglesia misma, en los laicos comprometidos con Ella, que no miran lo que no pueden dar, sino lo que Dios les dará a cambio por darle a Sus discípulos el vaso de agua que necesitan (cf. Mt. 10, 41-42). Ellos no aman tanto su vida que teman la muerte (cf. Ap. 12, 11), haz tú lo mismo. Ama a tu Iglesia.