Feliz día para todos, hermanos. Digamos juntos: Dios nuestro, que, en tu inefable misericordia, elegiste a san Mateo para transformarlo de recaudador de impuestos en un apóstol, haz que también nosotros, imitando su ejemplo y apoyados por su intercesión, te sigamos con fidelidad cualesquiera que sean las circunstancias de nuestra vida. Amén. (LH IV, Fiesta de san Mateo, Apóstol).
Me sorprende ver cómo actúa el Señor por medio de todo lo que sucede, y parecería ser todo un gran cuento o una gran película donde existe constantemente una voz en off narrando lo que está sucediendo y lo que va a suceder. Me río hacia mis adentros, porque justamente quisiera que reflexionemos sobre algo que ha permeado toda la Iglesia desde siempre y que hoy podemos ver con claridad a través de los textos de la liturgia y de todas las acciones de los integrantes de nuestra santa Madre Iglesia: qué debemos entender cuando decimos que somos profetas.
Ya hemos definido en otra ocasión que ser profeta es un don recibido a través del Bautismo. Esto quiere decir que no es una opción o un regalo especial para alguien específico, sino que es un llamado, una vocación para todos los que han decidido aceptar a Jesucristo como su Señor y Salvador. Otra cosa que sabemos es que el profeta es quien anuncia los designios de Dios, es decir, habla de parte de Dios para decirnos lo que Dios quiere. Diría san Pablo en la liturgia de hoy: “los exhorto a comportarse de una manera digna de la vocación que han recibido” (Ef. 4, 1), recordándonos que somos lo que somos por Voluntad de Dios, y eso implica actuar como profetas según la medida del don de Cristo, es decir, según hayamos aceptado a Jesucristo en nuestras vidas. Entonces, podemos concluir dos cosas: primero, estoy llamado a hablar en nombre de Dios y, segundo, hablaré en nombre de Dios en la medida en que le crea a Él todo lo que me dice.
Pero, esto trae consigo unos problemas. ¿Cómo puedo hablar en nombre de Dios si no conozco a Dios? ¿Entonces, mientras mayor miedo sienta para hablar de parte Suya quiere decir que menos he aceptado Su Voluntad en mi vida? Esta última pregunta puede responderse con un “” categórico, porque si reconoces que Dios es el Dueño de todo, incluso de todas tus acciones y tus palabras, no tendrías temor más que sólo de Él. Ahora, el problema estriba al responder la primera de las preguntas. Hablar en nombre de Dios quiere decir conocer a Dios y, más aún, que Dios te conozca a ti. Conocer a Dios viene de la búsqueda Suya a través de los Sacramentos, a través de la oración, a través de la Palabra; implica tratar de amar cada una de Sus manifestaciones a través de estos instrumentos de Gracia; y, una vez enamorado de estas cosas, entonces empiezas a conocer a Dios. Pero que Dios te conozca a ti implica que toda tu vida, sobretodo tu vida secreta, la que nadie conoce, sea coherente, que no sea que sólo usas disfraces de corderito cuando estás delante de los demás. Es que robar, por ejemplo, no es malo sólo cuando alguien te ve o cuando puedes dañar a alguien haciéndolo, sino que es intrínsecamente malo porque es egoísta, aunque nadie te vea.
Entonces, la vida de profeta inicia con el conocimiento de Dios (tanto tú conocerlo a Él como Él conocerte a ti) y con la coherencia de vida. Un profeta no sólo dice cosas bonitas, porque Dios no está diciendo constantemente cosas que agraden a todos los hombres. Un profeta anuncia lo bueno y denuncia lo malo, pero siempre lo hace por amor a Dios y a sus hermanos. Recordemos, por ejemplo, la lectura de la profecía de Amós del Domingo pasado (cf. Am. 8, 4-7), o la lectura del libro de los Proverbios de ayer (cf. Pr. 3, 27-34). Pero un profeta debe saber comportarse como tal, si no, el Señor mismo se encargará de desconocerte.
Lamentablemente, en todas nuestras sociedades, los que suelen quedar callados ante las injusticias son las personas que suelen asistir con frecuencia a misa, dejándonos esto entender que el Dios que están tratando de conocer es otro ajeno al de Jesucristo o es sólo una parte del mismo. Y no estamos reflexionando para crear revueltas o hacer huelgas o salir a las calles a acabar con nuestras manos a los injustos. Lo que reflexionamos es que nuestras vidas no son testimonio de la presencia de Dios si somos los callados que dejamos que opriman a los demás teniendo nosotros posibilidad de ayudarlos. El salmo responsorial que propone la liturgia de hoy nos dice la manera cómo debemos hacer esto: “El cielo proclama la gloria de Dios y el firmamento anuncia la obra de sus manos; un día transmite al otro este mensaje y las noches se van dando la noticia. Sin hablar, sin pronunciar palabras, sin que se escuche su voz, resuena su eco por toda la tierra y su lenguaje, hasta los confines del mundo” (Sal. 19, 2-5). Si tu vida es coherente con lo que profesas, no necesitas armar escándalos para ser oído. La voz más audible, más firme y contundente que puede dar un hijo de Dios ante las injusticias del mundo es su vida de santidad.
No tengas miedo ni te avergüences, “porque ninguna profecía ha sido anunciada por voluntad humana” (2Pe. 1, 21a), es decir, cuando andes caminando según lo que Dios quiere, sin buscar el bien propio, Dios es quien se encarga de mostrarse en ti. Esto es lo que llamamos el inicio de la Cristificación: el asumir la responsabilidad de ser motivo de salvación para otros. Eres profeta desde tu Bautismo, acepta tu misión y no dejes que tantos hermanos y hermanas sufran, para luego tú querer resolverlo todo con dinero u obritas de caridad. La verdadera Caridad está en ser voz de los sin voz. Así serás como los verdaderos profetas, que han sido “hombres que han hablado de parte de Dios, impulsados por el Espíritu Santo” (2Pe. 1, 21b). Eso hizo san Mateo con su vida, eso hizo san Pablo, eso hizo san Pedro, eso hicieron tantos hombres y mujeres que hoy son ejemplo de vida de santidad. Adelante, empieza a Cristificarte.