Muy buen día para todos ustedes, hermanos por la Muerte y Resurrección de Jesucristo. Oremos junto a san Bartolomé apóstol, para que la Iglesia sea siempre sacramento de salvación universal para todos los hombres y así podamos fortalecer nuestra fe y nuestra adhesión a la misma y, en obediencia, adquiramos un corazón sensato dispuesto a servir a toda la humanidad.
Hoy recordamos a uno de los Apóstoles, que son los basamentos de la novia, de la esposa del Cordero (cf. Ap. 21, 14), y eso me pone a pensar en un tema que ha sido muy debatido hace poco en una de las redes sociales a las que pertenezco con respecto de la Biblia y la Tradición. Hemos discutido sobre la importancia de la Revelación Escrita y la de la Revelación Oral. Pero no quiero dar conclusiones en ese sentido, porque hay que conocer mucho sobre la Iglesia no sólo para poder dar una respuesta, sino para poder darla en humildad y con amor. A lo que quiero hacer referencia hoy es a cómo la santa Madre Iglesia está constantemente guardando manjares exquisitos para nosotros, y sólo nos la pasamos fijándonos en ciertos errores o incongruencias que puedan suceder dentro de ella.

Me refiero, por ejemplo, a la oración colecta que hicimos junto con el sacerdote el pasado Domingo en misa. Y sé que quizá muchos se sientan culpables de no haberle hecho caso, pero justamente eso es lo que quiero lograr en ustedes, una mayor atención a los tesoros que nos han dejado los Apóstoles y sus sucesores en la Tradición de la Iglesia. La oración colecta rezaba así: “Señor Dios, que unes en un mismo sentir los corazones de los que te aman, impulsa a tu pueblo a amar lo que pides y a desear lo que prometes, para que, en medio de la inestabilidad de las cosas humanas, estén firmemente anclados nuestros corazones en el deseo de la verdadera felicidad”. Y ahora que la releemos, podemos ver la inmensa riqueza de Amor, de Misericordia, de Humildad que tenemos como Iglesia para con nosotros mismos y, en especial, para con los hermanos que necesitan más de esa Palabra de Dios.
A través de sencillas palabras, que quizá puedan parecer un trabalenguas al principio, pero que implican un acto de conciencia para aquellos que saben escucharla, le pedimos a Dios que se haga el dueño de toda nuestra existencia. No sólo pedimos que se muestre grande, sino que se muestre pequeño en humildad, en manifestarse con Misericordia. Le pedimos que impulse a Su Pueblo a amar lo que nos pide, porque bien sabemos que Dios es Amor (cf. 1 Jn. 4, 8b) y todo el que ama es porque ha nacido de Dios y conoce a Dios (cf. 1 Jn. 4, 7b), y sólo dándonos Él a Sí mismo es que podemos darle a Él lo que nos pide. Ya le diría san Agustín: “Dame lo que me pides y pídeme lo que quieras” (Confesiones 37), porque la plenitud del Amor es Dios mismo. También, en esa oración le pedimos a Dios que nos llene de Esperanza al decirle que nos impulse a desear lo que promete. Como bien sabemos, la Esperanza cristiana no es sólo esperar. Tenemos esa deficiencia en nuestro idioma, porque sólo tenemos ese significante para expresar tanto esperar en el sentido de permanecer en un lugar donde se cree que ha de suceder algo, como esperar en el sentido de creer que algo va a suceder, como esperar en el sentido de esperanza. En inglés, por ejemplo, hablaríamos de “to wait” y “to hope”. La Esperanza es esperar las cosas de Dios, pero disfrutándolas desde ya, por haber sido pedidas a Dios.
También hablamos de la inestabilidad de las cosas humanas en esa pequeña oración que toma menos de un minuto rezarla antes de la Liturgia de la Palabra. Pero, ¿a qué es que nos referimos? Pues, con esa frase, reconocemos que el ser humano es una hermosa criatura de Dios, pero lo que sale de él no procura el bien, a menos que esté orientado desde el Amor. Nosotros somos muy volubles, y no sólo en cuanto a sentimientos, sino pensamientos, palabras, obras y omisiones. Sólo basta que nos pongan argumentos lógicos, y nos dejamos convencer de cosas que no son reales. Lo lógico no necesariamente es verdadero, ni lo verdadero necesariamente es lógico; por ejemplo, Dios. Nuestro Dios hace cosas maravillosas, pero no siempre tienen la lógica humana, y no por ello dejan de ser verdaderas. De hecho, las cosas de Dios son verdaderas por antonomasia, y son tan plenas en la verdad que son capaces de producir felicidad en el que se encuentra con ellas. Piensa en esa sensación que tienes cuando haces lo correcto, cuando realizas lo que tienes que hacer excelentemente; ¿no produce cierto sentimiento de plenitud el haber realizado esa verdad que te correspondía llevar a cabo? Entonces, imagina esa sensación elevado a una potencia infinita… El sentimiento de felicidad te sobrepasa y te abruma, y eso sólo sucede al estar anclados nuestros corazones en Dios.
Ya pudiéramos reflexionar largamente sobre esta oración colecta, y ya pudiéramos hacerlo diariamente en esta semana. Pero lo que realmente deseo es que abramos nuestros oídos externos y los internos, que no nos dejemos llevar, otra vez, por la rutina de llegar al momento cumbre de la celebración Eucarística, porque, si bien la Consagración y la Transubstanciación son momentos importantísimos, necesitamos que nuestros corazones estén bien dispuestos a recibir tan grande Misterio, y para ello están todos esos ritos previos y posteriores que hacemos. Anímate a ser un apóstol de Jesucristo y a escucharle realmente cuando te habla, para que puedas, como san Bartolomé, ver cosas maravillosas en tu vida, y puedas ser fiel anunciador de las Maravillas de Dios. Es como diría san Pablo: “Porque es ya hora de levantaros del sueño; que la salvación está más cerca de nosotros que cuando abrazamos la fe” (Rom. 13, 11b), porque hay personas que se preocupan por tu bienestar y por tu cercanía a Dios. Haz lo mismo, y serás sacramento de salvación como Iglesia para todo el mundo.