Buen día, hermanos y hermanas en Jesucristo. Oremos juntos a Dios y pidamos que aumente nuestra fe, para que, por la intercesión de santa Clara de Montefalco, aprendamos a ser obedientes y que las alabanzas que brotan de nuestros corazones vayan siempre acompañadas de frutos de vida eterna.
La liturgia matinal de hoy nos tiene un himno hermoso, una de cuyas estrofas dice: “Llévame en tu compañía / donde tú vayas, Jesús, / porque bien sé que eres tú / la vida del alma mía; / si tú vida no me das / yo sé que vivir no puedo, / ni si yo sin ti me quedo / ni si tú sin mí te vas”. Es un himno de fray Damián de Vegas, un religioso español del siglo XVI. Pero no quiero que hagamos una reflexión sobre el himno, sino sobre lo que implica el expresarse de esta manera. Y, mucho más, el ser Iglesia y saber expresarse de esta manera.

Si es cierto que Jesucristo es Señor de mi vida y dueño de lo que hago, pienso y digo, porque, como diría san Pablo, “en Él vivimos, nos movemos y existimos” (Hch. 17, 28a), entonces ¿por qué no terminamos de hacerle caso a todo lo que Él mismo dijo? Constantemente estamos diciendo que Dios es el que sabe lo que permite, que Dios es quien hace que todo obre para bien, que mi vida depende del Señor, y una serie de frases muy hermosas, sin embargo, cuando Jesucristo estuvo en esta tierra, estableció las reglas del juego que Él consideró necesarias. ¿Por qué contradecirlas? Un ejemplo sencillo, los sacramentos y las maneras de celebrarlos. Pero algo sobre lo que quiero que reflexionemos hoy es sobre la obediencia a los pastores. La carta a los hebreos nos dice claramente: “Acuérdense de sus dirigentes, que les anunciaron la Palabra de Dios y, considerando el final de su vida, imiten su fe” (13, 7), pero igual nos dice la primera carta a Timoteo: “Ante todo recomiendo que se hagan plegarias, oraciones, súplicas y acciones de gracias por todos los hombres; por los reyes y por todos los constituidos en autoridad, para que podamos vivir una vida tranquila y apacible con toda piedad y dignidad” (2, 1-2). Y, a pesar de los mandatos de la Sagrada Escritura, la Tradición y el Magisterio seguimos irrespetando a nuestros superiores.
Un irrespeto es hacer caso omiso de lo que nos dicen. Un irrespeto es ignorar sus enseñanzas. Un irrespeto es no buscar lo que ellos nos dicen. Los pastores nuestros, los obispos y sacerdotes, pero en especial los obispos, han sido constituidos responsables de este rebaño que Dios ha dejado en la tierra. Ellos son los sucesores de los Apóstoles y, por tanto, forman el cuerpo de los apóstoles de hoy en día. Si sabemos esto, ¿por qué ignoramos los mensajes que nos dirigen en nombre de toda la Iglesia y bajo inspiración divina? Por ejemplo, ¿cuántos saben que, desde el pasado 8 de agosto hasta el próximo 8 de agosto de 2011 la Arquidiócesis de Santo Domingo celebra un año jubilar? “Esta Arquidiócesis es la Primada de América, y Primogénita de la Fe en este Continente, como bien señaló el Siervo de Dios Juan Pablo II, y cumple 500 años de su fundación” dice la nota de prensa. Y no es que los mensajes no llegan, es que nosotros los buscamos (si los buscamos) en lugares equivocados. Lo mismo ha sucedido con la pasada solemnidad de la Asunción de la Virgen María. ¿Cuántos se gozaron con la Iglesia universal al saber que el pasado Domingo se cumplían 60 años de haberse proclamado dicho dogma?
Nuestra Iglesia necesita pastores santos, y estoy en un ciento porciento de acuerdo con eso. Durante todo el año pasado oramos por los sacerdotes. Y, de hecho, muchas veces rezamos la oración que dice: “Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote, envía muchos y santos sacerdotes a tu santa Iglesia”. Y estamos tratando de ayudar a nuestros pastores y futuros pastores. Pero creo que deberíamos orar por las ovejas del redil también. Todo el mundo quiere ser pastor y nadie quiere ser oveja. Propongo que también oremos a Jesús para que tengamos ovejas obedientes, que busquen a su pastor, y que no se dejen engañar por el sentimiento de autosuficiencia.
La obediencia es uno de los consejos evangélicos que se encuentran en toda la vida religiosa, junto con la castidad y la pobreza. Pero no es un llamado sólo para los consagrados en la vida religiosa, sino que es un llamado para todos los fieles creyentes. Los laicos somos, en número y, a veces, hasta en calidad, mayores que nuestros pastores, por ello es que debemos empezar a demostrar que lo que decimos con nuestros labios y creemos con nuestro corazón, debe empezar a dar frutos de santidad, frutos de vida eterna, frutos que den ejemplo para los demás. Si esto no sabemos hacer, si no sabemos reconocer a Jesucristo y Su Autoridad en aquellos hermanos que han sido dejados como pastores nuestros, nos perderemos en el camino y no podremos ni sabremos pedir al Señor, como dice el himno de fray Damián de Vegas, “Estate, Señor, conmigo / siempre, sin jamás partirte, / y cuando decidas irte, / llévame, Señor, contigo”.
Perdernos de la mirada del Señor es el mayor miedo que debemos tener, para que Cristo no siga caminando sin nosotros y nosotros sin Él. Éstos también son bienes espirituales que debemos acumular en esta vida, haciendo referencia al Evangelio de hoy (cf. Mt. 19, 23-30), y son bienes que, necesariamente, dan testimonio de la fe que tenemos en Jesús, nuestro Señor.