Buenos días, amados hermanos. Teníamos mucho tiempo sin vernos por esta vía. Hubo ciertas razones que no me permitían estar con ustedes, pero ya se resolvieron para la gloria de Dios. Así que pidámosle a Ése, quien todo lo resuelve a Su tiempo, que haga Su Santa Voluntad plenamente en nuestras vidas para que podamos gritar a viva voz, junto con san Pedro y san Pablo, que Dios hace maravillas en nuestras vidas.
En estos meses de ausencia he tenido la oportunidad de presenciar cosas inmensas que Dios ha hecho con mis hermanos. Desde el misterio de la Pasión, Muerte y Resurrección de Su Hijo, hasta la manifestación del Espíritu Santo en un reciente Pentecostés que tuvimos en el sacramento de la Confirmación que recibieron unos de mis hermanos más jóvenes en la fe. Y justamente así lo definía el señor Obispo, haciéndose eco de dos mil años de historia en la Iglesia: la Confirmación es un Pentecostés nuevo, donde se recibe a plenitud el don del Espíritu Santo. Y quiero que reflexionemos en este sentido, ya que la mayoría de nosotros ha confirmado su fe, ya sea para matrimonio, ya sea para vida consagrada, ya sea en su juventud, pero, en definitiva, lo ha hecho.
¿Qué es lo que hemos confirmado al recibir este sacramento? ¿Acaso confirmamos que Dios es trino y uno solamente? ¿O confirmamos que creemos en ángeles, demonios, Cielo, infierno, misa los Domingos, y demás cosas que solemos creer y solemos hacer casi en automático? Si pensamos bien en lo que nos guardaron los Apóstoles y sus sucesores nos daríamos cuenta de que el Credo que confesamos como símbolo de nuestra fe consta de cuatro grandes afirmaciones: Creo en Dios Padre Todopoderoso…, Creo en Jesucristo, Su único Hijo, nuestro Señor…, Creo en el Espíritu Santo…, Creo en la Iglesia. Es decir, son afirmaciones que nos llevan no sólo al misterio de lo invisible (la Santa Trinidad), sino también al de lo visible (la unión de la Iglesia con Dios). Con toda razón es que afirma san Pablo en la carta a los colosenses que Jesucristo es imagen de Dios Invisible y también es la Cabeza del Cuerpo, que es la Iglesia (cf. Col. 1, 15.18). Pero ¿qué significa eso en tu vida? Pues, debería significar que crees en todo lo que dices creer cuando rezas el Credo, y debería significar que debes reconocer las bendiciones y los dones que recibes por parte de este sacramento sobre el que reflexionamos hoy y que, probablemente, ya has recibido.
Sabes que eres sacerdote, profeta y rey por el Bautismo, por la unción que has recibido. Pero has confirmado que quieres serlo y Dios te ha confirmado con que lo eres dándote la plenitud del Espíritu Santo por medio de Su Iglesia. Cuando el Obispo te dice por tu nombre “Recibe por este signo el don del Espíritu Santo”, no lo dice como algo que suena bonito o poético, sino porque, por la potestad que recibió de los Apóstoles (quienes, de más está decir, la recibieron de Jesucristo), te está regalando el Don más grande entre todos los dones: el Amor que procede del Padre y del Hijo. El problema reside en que pocos se lo creen, en que pocos entienden lo que sucede, en que pocos ponen ese don a dar fruto. ¡Y qué tristeza debe sentir el Señor al haber pasado por tantas cosas para que tú obtuvieras el mejor regalo de todos, y tú, sencillamente, lo olvidas o ignoras! La gran diferencia entre un santo y una persona que no avanza en su camino de santidad es que el primero toma la decisión de creer lo que profesa y aplicarlo visiblemente en su vida para beneficio de los demás, y el segundo sencillamente no lo hace. Eso hicieron san Pedro y san Pablo, pilares de nuestra Iglesia, y que recordamos con mucho Amor en el día de hoy. Y ellos hicieron milagros, y sanaciones, y expulsiones, sencillamente porque tenían el Espíritu Santo en ellos.
Ahora, te pregunto, ¿quieres ser santo? ¿Quieres mostrar a tus hermanos las grandezas de Dios? ¿Quieres que más personas en este mundo conozcan lo que Dios hace por aquellos que le aman? ¿Quieres que tu familia o tus amigos disfruten de la alegría plena que te da Dios y que nada ni nadie te arrebata? Si tus respuestas son afirmativas, el paso fundamental es terminar de aceptar lo que una vez profesaste públicamente de tu fe. Todos los Domingos, créelo. Cada vez que vayas a misa, créelo. Cada vez que reces el rosario o la liturgia de las horas, créelo. Cree que Dios hace cosas grandes en ti, y anúnciatelo a ti mismo primero. Convéncete de lo que puede suceder con tu vida cuando aceptas que todo el Cielo ha venido a ti en momentos tan especiales como los Sacramentos. Nuestra Iglesia está llena de tesoros, y no están ocultos, sino a simple vista. Enamórate de ella, y te enamorarás de Jesucristo mismo.