Buen día, hermanos y hermanas. Que Dios Padre Todopoderoso no enseñe, por los méritos de Su Hijo Jesucristo, a amar profundamente Su Voluntad, para que aprendamos a ser como realmente Él quiere que seamos, y no dejemos de hacer el bien a todos los que nos rodean.
Hace poco empezamos a tratar en una comunidad en formación el tema de la profesión de nuestra fe. Y el primer punto que tratamos fue el “creo-creemos” del que nos habla el catecismo sobre cómo, aunque la fe es un don personal, ésta se convierte en un don comunitario. Eso que por tantos años se afirmábamos los ignorantes de que la salvación es personal, se ha convertido en una verdad a medias, puesto que no hay fe sin obras, y no hay obras que no afecten a quienes no rodean. Cualquiera cosa que hagamos en este mundo afecta, de una u otra manera, a personas que nos rodean y que dependen de nosotros, al igual que nosotros dependemos de otros. Ésta es la razón por la que somos llamados a vivir en comunidad, a preocuparnos por los demás, a ser Iglesia.
Pues, a este respecto, la “metanoia” de la que nos habla san Pablo, ese cambio de mentalidad, también afecta nuestro punto de vista. Es decir, cuando nos fijamos más en el otro que en nosotros, podemos ver mayor bien en nuestras vidas. Cada uno de nosotros es un ser muy complejo, a nivel de actitudes, y ser lo que somos implica muchos “sí” y muchos “no” a situaciones que se nos han presentado. En este sentido, cada uno es único e irrepetible, y esto es algo que todos los seres humanos quieren alcanzar. Sin embargo, también hay otra cosa que todos queremos alcanzar: el sentido de identificación y pertenencia a un grupo; que pudiera contradecir los principios de unicidad e irrepetibilidad, pero no lo hace, porque, al igual que con la Iglesia, nosotros no buscamos unicidad sino unidad. Es decir, cuando queremos ser reconocidos en un grupo, no buscamos ser copias unos de otros, sino convivir juntos, buscando puntos afines.
Un ejemplo de ello es el bien que le hacemos a las personas que nos rodean cuando nos mostramos comprensivas y dispuestas a cualquier tipo de ayuda que requieran. Pero pocas veces nos damos cuenta del bien que recibimos nosotros de ellas, no cuando ellas hacen algo por nosotros, sino cuando nosotros lo hacemos por ellas. Y no me refiero a asuntos de “gané un amigo”, o “puedo contar con alguien” o “hoy por ti, mañana por mí”, sino a la riqueza espiritual-moral-psicológica que recibimos al dar nosotros. Uno se siente parte de una bondad superior, o parte de un sistema de perfección que camina por sí solo, pero que se manifiesta cuando nosotros actuamos en consonancia.
Yo me he dado cuenta de que mis problemas no son tan problemáticos y mis complejos no me hacen acomplejarme tanto cuando puedo escuchar a los demás para ayudarlos, y ellos me muestran sus problemas y complejos. Y, estando en esa posición de “redentor” ante mis hermanos necesitados, es que veo que sólo por misericordia de Dios puedo tender mi mano a ellos. Ciertamente, nosotros no somos redentores de nuestros hermanos, pero sí somos co-redentores con Jesucristo, puesto que actualizamos (hacemos actual) su mensaje y su obra, y permitimos que los demás sean testimonio de ello. También es por esto que Jesucristo nos dice que hay mayor alegría en dar que en recibir (cf. Hch. 20, 35), porque quien más recibe es quien ayuda, y no el que es ayudado. El problema es que somos tan egoístas que preferimos mirar lo que el otro recibe y no queremos que lo disfrute si nosotros no lo disfrutamos.
Es que el Señor no se contradice, y tampoco lo hace la Iglesia al hablar de esas cosas. Es cierto que todo el mensaje se puede resumir en el Amor, pero solemos ser tan torpes que nos olvidamos de que el Amor es una calle de dos vías: amar sin condiciones y dejarme amar sin condiciones. Si no permito que mis hermanos me amen, estoy faltando a dicho Amor y, por lo tanto, inconscientemente estoy siendo egoísta y ellos no podrán recibir todo lo que yo recibo cuando los amo. Igual sucede que muchísimas veces me cierro a amar porque considero que estoy muy cansado o porque me pasan demasiado cosas malas cuando amo, porque “se aprovechan de mí cuando soy bueno”, y por ello todo el mundo debería morirse y dejarme quieto. El Amor es la única calle que tiene Dios para circular, y no porque Él sea limitado, sino porque es la única calle que existe en todo lo creado que permite que las criaturas se relacionen consigo mismas, con las demás y con su Creador. De hecho, es lo único que ha permitido que todo lo que conocemos exista, incluso aquello que conocemos por revelación divina, y nunca jamás cambiará. Por lo tanto, Dios es absoluto, ilimitado, eterno e inmutable.
Si sientes que sufres por los demás, ámalos y ámate a ti mismo, y permite que todo tu interior se renueve. Si sientes que ni te preocupas por los demás, ámalos y ámate a ti mismo, y permite que todo tu interior se renueve. Si sientes que eres alguien que ama, y crees que no puedes amar más de lo que ya amas, sencillamente sigue amando. Ya todo lo que suceda en tu interior será arreglado por Dios. Por eso es que tantos hermanos y hermanas santas nos hablan del amor, porque se han dado cuenta de que “Dios es Amor” no es sólo una manera poética de describir a Dios, sino que eso describe su esencia misma. Diría san Juan de la Cruz “El alma que está enamorada de Dios es un alma gentil, humilde y paciente”, por lo tanto, nos es más provechoso amar que ser amados, sin, por ello, negarnos a que nos amen.