Buen día, hermanos y hermanas amados en Jesucristo, Señor Nuestro. Que en este día, por la intercesión de san Arcadio, Dios nos conceda la posibilidad de defender el tesoro de Su Amor ante nuestros hermanos, de manera que podamos regalarlo sin temor a todos los que nos rodean, en especial a todos aquellos que menos lo conocen.
Antes que todo, les deseo a todos aquellos con quienes no he podido compartir ninguno de estos doce primeros días del mes de enero un muy feliz año 2010 lleno de de bendiciones y motivos de santificación, y así apliquemos toda nuestra fe en el actuar que se nos presenta. Dios sabe que lo que hace, y nunca se ha equivocado, a pesar de que nosotros estemos tratando de cambiar Su Plan para nuestras vidas. A este respecto quiero referirme en esta mañana, pero muy especialmente a ciertas situaciones que son capaces de cambiar las vidas nuestras.
He tenido muchas posibilidades de contemplar el inmenso Amor que Dios me tiene en todos estos días y, desde hace cuatro, también pude darme cuenta de las manifestaciones del mismo en mis hermanos. Y me sonrojaba (nueva vez) al ver que Dios utiliza todas y cada una de nuestras acciones, nuestras palabras y hasta nuestros silencios para que los demás reciban el mensaje de Su Amor. De esta manera recuerdo cómo la muerte de un ser querido fue la que hizo que toda mi vida girara hacia Jesucristo, cuando nunca le había hecho caso a ese Amor. Lo mismo me cuenta un joven adolescente con respecto de su vida cristiana. Y estoy muy seguro de que la inmensa mayoría de ustedes han tenido una especie de punto de partida hacia un cambio gradual para ser bondadosos, solidarios y altruistas. La gran diferencia entre los que se ven más utilizados por el Señor y los que se sienten igual que antes es que los primeros se han dejado llevar por el Amor, y los segundos siguen dejándose condicionar por las posibles actitudes que tomarán los demás frente a esa nueva manifestación de Amor. 
ara unos puede ser una muerte, para otros puede ser un retiro, y para otros, incluso, pudiera ser, sencillamente, una Palabra dicha en un momento oportuno. Lo que sí es cierto es que, sin importar la forma, el contenido es el mismo: eres demasiado importante para Dios, y Él te ama. Toda la Liturgia que hemos vivido (y que, sin misterio alguno, viviremos el resto de nuestras vidas) está basada en la manifestación de Dios, por Amor, a Sus hijos. Si vemos el recorrido que hará esta semana, iniciando por el Siervo de Dios, el predilecto, en quien, con quien y por quien se manifiesta la Santísima Trinidad (cf. Is. 42, 1-4.6-7; Lc. 3, 21-22), veremos que lo único que Dios quiere es que asimilemos el hecho de que Él se ha ocupado de crearnos a Su Imagen y Semejanza y que, por lo tanto, lo único que debemos pensar es en Amar y en ser amados. Así, a unos regala hijos esperados (cf. 1 Sam. 1, 1-20), a otros los llama para que sean servidores de su pueblo (cf. Mc. 1, 14-20); a unos los llama profetas (cf. 1 Sam. 3, 1-10.19-20), a otros, sencillamente, les expulsa sus demonios (cf. Mc. 1, 21-28) y los sana de sus enfermedades (cf. Mc. 1, 29-39); a unos les permite la desgracia (cf. 1 Sam. 4, 1-11) pero para que puedan disfrutar de Su Gracia (cf. Mc. 1, 40-45); a unos los hace reyes (cf. 1 Sam. 9, 1-4.17-19; 10, 1a) y a otros nos da la gracia de entender que nos llama tal y como somos: pecadores (cf. Mc. 2, 13-17).
Si abrieras adecuadamente los ojos —y no me refiero solamente al cliché de “los ojos de tu corazón”, sino a nuestros ojos reales que miran pero no ven— te darías cuenta de las cosas que Dios está haciendo constantemente por ti y a través de ti. Porque Dios no es un ser en silencio. Al contrario, Dios es un ser cuya naturaleza es actuar constantemente. Todo tiende a Él porque Él lo creó así, en busca de lo bueno, lo perfecto, y Él hace que todo sea un movimiento constante —y aquí no me refiero ahora sólo a lo físico, sino a lo metafísico, a la tendencia de todo ser hacia la perfección— y que todo se perfeccione en su búsqueda. Los únicos que interfieren en ese Plan Magnífico somos nosotros los seres humanos. Pero no lo hacemos por mal, sino porque Él mismo nos concedió esa libertad de actuar según ese Plan o según nuestros planes. Al abrir los ojos verás cuánta Misericordia ha tenido contigo de preservarte de muchas cosas malas y de regalarte muchas cosas buenas, y entonces te dejarás afectar por ese Amor que se ha personificado en el Espíritu Santo, por los méritos de Jesucristo.
Una hermana de la comunidad, al preguntársele qué es el Amor, lo definió como una canción que solemos cantar en las Eucaristías: “Amar es entregarse, olvidándose de sí, buscando lo que al otro pueda hacer feliz”. Y esta realidad la cantamos, la definimos, la analizamos… pero, ¿cuántos la vivimos? La misma canción implica un verbo de acción completa e integral en nosotros: entregarnos. No sólo “entregar”, sino “entregarse”. Ahora te pregunto, ¿te estás dejando llevar por el Amor que Dios ha puesto en ti? ¿O te estás cansando de ser el bueno o la buena, y que nadie te dé por iniciativa propia? No hay cansancio en el Amor de Dios, y si te sientes cansado es que estás amando sólo desde ti misma o desde ti mismo, y te has olvidado de lo que Dios pone en ti. Existe el riesgo de que, si no usas tus dones, se te quiten y se los den a otro hermano que sí sepa usarlo.
Al tener un coloquio amoroso con Jesucristo, santa Teresa de Jesús nos define cómo debe ser nuestro actuar en Jesucristo: Un alma en Dios escondida ¿qué tiene que desear, sino amar y más amar, y en amor toda escondida de nuevo amar? Eso lo dice una hermana santa que tuvo el privilegio de conocer esas verdades. Hazle caso y, sencillamente, ama desde Dios, con todo el Amor que Él nos ha tenido en Jesucristo y que el Espíritu Santo pone en ti. Así, en el día final, en el ocaso de la vida, cuando se nos examine en el Amor, a ti se te diga: Tú eres mi hijo o mi hija amada, mi predilecta, en quien me complazco.