Nuestros cuerpos son como el mismo Cuerpo de nuestro Señor Jesucristo: hostias que, de ser ofrecidas en humildad a Dios, son agradables a Él, y serán capaces de llevar a los demás a buscar de Él. Un cristiano de verdad necesariamente debe entregar su vida, su bienestar terrenal, su comodidad para que otros puedan ver, por su testimonio de entrega, a Dios obrando en el mundo.

Parece contradictorio que, mientras el mundo nos enseña a buscar la felicidad mientras estemos aquí, el Señor nos diga que la verdadera felicidad consiste en olvidarse de uno mismo. Por ello podemos encontrar a nuestro alrededor personas que, si queremos hacer una buena obra, nos aplauden, y si la buena obra consiste en que nos dejemos maltratar por amor, nos reprenden. O puede ser que seamos nosotros los que hacemos eso.

El santo Evangelio hoy nos invita a no aceptar aplausos pasajeros, a no quedarnos en la alegría que nos produce hacer algo bueno por otros, sino que nos invita a morir, a callar, a ser maltratados siempre que sea para los demás se den cuenta que el Dios del que tanto hablamos sí obra en nosotros. Vayamos a Jerusalén, vayamos a morir, perdamos nuestra vida temporal, y así ganaremos la eterna y ganaremos otras vidas para Dios.