Uno se esfuerza en tantas cosas a lo largo de esta vida, que a menudo se olvida que es Dios quien provee para que todo llegue a su fin. Si la semilla de la uva no crece, en vano se cansan los que la siembran, y los que cosechan no tendrán trabajo. Si las piedras no existieran como son, en vano se cansan los albañiles que quieran construir una casa de piedras.
Pues, el Reino de los cielos es como una viña: es un sembradío que amerita mucho tiempo de siembra y de cultivación, y la calidad de cuyos frutos dependerá del terreno, de la temperatura y del clima. El problema con esto es que nuestras fuerzas nunca podrán cambiar estos factores, sino que sólo Dios lo hace. El Señor Jesús es la viña misma, es la tierra buena, es la suave brisa, es el agua de renovación, es el hijo del dueño.
Así que, si queremos que nuestra vida tenga frutos ricos, abundantes, jugosos, apetitosos, que generen el mejor vino de la boda, el que el Señor guarda para el final, debemos creer en Cristo y confiar en Él como la única razón de nuestra existencia. Así, todo lo que sembremos en nuestras vidas en el nombre del Señor, dará fruto abundante que atraerá a todos a Dios.