La vida eterna es como un banquete: se ofrecerá todo tipo de manjares suculentos, y habrá de lo mejor de todo. Es como ser una oveja que vive en la estepa, y cuyo pastor la lleva siempre donde están los mejores pastores y el agua refrescante. La vida eterna es la seguridad de no morir jamás, es la esperanza constante de que no hay mal que acecha. Es Dios mismo y su amistad lo que se nos da.
Pero, justamente por ser amistad con Dios, hay que aceptar ser su amigo para poder recibirla. No basta con conocerlo, sino con amarlo. Por ello es que las personas que ignoraron al rey que los invitó al banquete (los invitó porque eran especiales para él) no merecieron su amistad ni su comida, y terminó quemándoles todas sus posesiones. Y lo mismo sucedió con el invitado que no se vistió apropiadamente.
Nosotros tenemos el vestido blanco hermoso que se nos regaló por el Bautismo. Y, si éste llega a ensuciarse por nuestro caminar en el mundo, se nos blanquea nuevamente en la Reconciliación. Y es este vestido el que nos permite acercarnos al banquete del Señor, al banquete en el que recibimos a Dios mismo, la Santísima Eucaristía. Aprovechemos y vivamos conforme a lo que el Rey nos ha pedido, y empezaremos a vivir la eternidad.