Muy buen y santo día, hermanos y hermanas. Que Dios nos conceda la abundancia de Su Gracia para que, por la santa intercesión de san Leobardo y santa Priscila, tengamos la firmeza y la constancia de construir caminos de paz y de justicia y así logremos la unidad tan deseada de todos los hijos Suyos dispersos por el mundo.
Existen muchas cosas que el mundo relativiza, como bien sabemos, y existen muchas más cosas que ya han perdido su verdadera razón de ser. Hay cosas que hemos permitido que se escapen de nuestras manos y hemos permitido que esa relativización se introduzca en nuestras maneras de pensar y hasta en nuestra Iglesia. Ya la libertad de expresión no consiste en decir lo que pienso o siento, sino en decirlo sin importar la forma en que lo haga, siempre y cuando lo haga. La dignidad humana ha sido cambiada por egoísmo. “Lo que pudiera ser bueno para la sociedad no necesariamente lo es para mí” razonamos. A esa capacidad de decisión sobre lo que a mí respecta lo llamamos autonomía, y lo llevamos como estandarte. Pero una cosa es evangelizar el mundo y otra mundanizar el Evangelio.
En ocasiones somos personas capaces de llevarnos el mundo por delante con tal de llevar el mensaje de Jesucristo. Luego de conferencias, retiros, cursos y talleres queremos que todo el mundo súbitamente conozca eso que hemos tenido la dicha de conocer. Y es, en cierto modo, normal reaccionar así cuando tenemos algo que cataliza nuestro ser. Cuando recibimos palabras de aliento ante cualquier desesperación, nos alentamos; y lo mismo, cuando recibimos palabras de desánimo en otras situaciones, nos desanimamos. Eso nos permite ver qué tan necesarias son las relaciones humanas sanas y edificantes. Por ello, naturalmente, el ser humano tiende a buscar ser feliz y a sentirse bien. Pero eso sucede sólo en ocasiones, porque en muchas otras más somos seres indistinguibles de cualquiera otro que no conoce de Jesucristo. Hemos permitido que las ideas de este mundo nos llenen tanto nuestras vidas que ni siquiera buscamos ser felices, sino sentirnos complacidos, ni mucho menos hacer felices a los demás, sino a aprovecharlos para sentirnos complacidos.
Toda esta semana el Señor nos muestra cómo es Él el cordero de Dios que quita el pecado del mundo (cf. Jn. 1, 29): haciendo todas las cosas nuevas, sin quitarles el significado que tienen. Es decir, realmente, Él no vino a abolir la ley sino a darle cumplimiento o plenitud. Ayer nos dijo que es el novio de los olvidados (cf. Mc. 2, 18-22) y hoy y mañana nos dice que nada está por encima del ser humano (cf. Mc. 2, 23-28). Lo sorprendente de todo esto es que el cristianismo lo llevamos con nosotros en algunos momentos, y en otros lo desmontamos como si fuera una careta. Y, lamentablemente, son los demonios los que reconocen a Jesús, como nos dice el Evangelio del jueves (cf. Mc. 3, 7-12), queriendo esto decir que son los que no creen en Dios los que te dicen: “Pero, ¿y tú no eres cristiano? ¿Por qué reaccionas así?”. Y todo eso se debe a que yo soy lo que quiero ser cuando yo quiera y por las razones que quiera, y he relativizado tanto mi vida que hasta Jesucristo es relativo y su mensaje más aún.
El Concilio Vaticano II nos insta a aggiornar (actualizar, aplicar hoy) el Evangelio. Pero nosotros aggiornamos las cosas como nos vengan en gana. Y ya no es Jesucristo quien habla la Buena Noticia al mundo, sino que el mundo está acabando con la noticia de Jesucristo. Y ahora Jesucristo no es el camino, la verdad y la vida, sino un camino, una verdad y una vida. Y creemos que el diálogo interreligioso a lo que lleva es a que pongamos en el punto medio todas las experiencias de Dios. ¡Qué ignorantes somos! ¡Qué poco convertidos! ¡Qué poco conocimiento de Jesucristo! Si Él es verdaderamente Dios y Salvador, ¿cómo vamos a permitir que se relativice eso por respeto a la libertad de ideología o a la autonomía de los individuos? Entrar en diálogo implica conocer y respetar, no callar y anular. Dialogar con el mundo no es para que el mundo se apodere de la divinidad de Jesús, sino para conocer lo que el mundo propone y, con la Palabra de Dios, proporcionar argumentos para que más personas crean en Jesús y se salven. Desde mañana empezamos el octavario de preces por la unidad de los cristianos, ¿y así querrás buscar la unidad con nuestros hermanos separados: anulando cosas de tu fe para que ellos estén contentos?
¿De qué vale que Jesucristo haya venido, que Dios se haya encarnado, que haya querido dejar Su mensaje por medio de los Apóstoles, si en cuestión de días ya tú crees cualquier cosa que te presenten? Muy fácilmente llevas un rosario colgando del retrovisor de tu vehículo, pero también llevas uno de esos brazaletes para “regular la energía del cuerpo”; o quizá lees la Palabra de Dios diariamente, pero andas haciendo santería o tienes amuletos para evitar cosas malas. Y así realizas un sinnúmero de cosas que no van de acuerdo con tu fe, y puede que te interese muy poco saber que van en contra de ella. Si vives así no estás evangelizando el mundo, sino mundanizando el Evangelio. ¡No quiero saber las graves consecuencias de eso! Un verdadero cristiano ama a Dios, ama Su Revelación, ama la Iglesia y procura defender el depósito de su fe y salvar cada día más hermanos con su ejemplo. Evangelizar el mundo es un mandato de nuestro Señor, así que no le desobedezcas con sandeces que quieres fundamentar en cosas que de por sí no tienen fundamentos. Dios necesita de ti, el mundo necesita de ti. Haz lo que te corresponde hacer según la esperanza que has obtenido por nuestro Señor Jesucristo, que es ancla del alma, segura y firme (cf. Hb. 6, 19), y ayudarás a Jesucristo en la salvación de tus hermanos.