Que Dios nos conceda la gracia de ser como niños, y no perdamos el asombro ante Su Amor y Su Misericordia, y que podamos poner los dones recibidos al servicio de los demás. Que, por la intercesión de santa Teresa de Lisieux, podamos dedicarnos a hacer que nuestros hermanos sean mejores personas.
Hay un tema que aparece en los documentos del Concilio Vaticano II, que muchos ignoran porque creen que no les compete: las Iglesias Orientales. Existe un decreto, el Orientalum Ecclesiarum (OE), que los padres conciliares entendieron necesario para el aggiornamento que buscaba la Iglesia. Quizá en muchos países de América no reconozcamos la presencia de iglesias de oriente, pero sí es una realidad en la Iglesia Universal, y debemos conocerla.

Lo primero que hay que saber qué son las Iglesias Orientales. Éstas son iglesias que tienen sus propios ritos y riqueza litúrgica, y, en ocasiones, hasta su propia jerarquía y obedecen el primado del Romano Pontífice. Antes se les llamaba “iglesias de la unión” o “uniatas”, pero esto sólo aplica para aquellas que estaban separadas de la Iglesia, además de tener un sentido peyorativo.
Estas iglesias tienen una antigüedad tal en su tradición que podemos afirmar “que proviene desde los apóstoles” (OE 1), y esto lo hace patrimonio de la Iglesia. Muchos desconocemos estas realidades; este servidor mismo desconocía esto, hasta que investigó y se dio cuenta de que sus raíces familiares pertenecen al rito maronita, que es uno de los ritos que no ha estado nunca en cisma con la Iglesia, y que aporta una tremenda riqueza al conocimiento de la universalidad de la fe. Tuve la oportunidad de asistir a eucaristías en este rito, y algo que me impresionó mucho fue que todos los fieles, junto con el sacerdote, hacíamos la oración consecratoria del pan y del vino juntos en arameo.
Este sencillo ejemplo es sólo una muestra de la inmensa cantidad de riqueza que hay en las iglesias orientales y “su variedad en la Iglesia, lejos de menguar su unidad, la manifiesta mejor” (OE 2). Por ello, en los países como Argentina, Austria, Brasil, Francia y Polonia, que son países que cuentan con ordinariatos para los fieles de rito oriental, la riqueza en la fe se ve acrecentada. Hay misiones de la mayoría de los ritos orientales, porque es un patrimonio de igual dignidad que el rito latino (cf. OE 3) y que debe procurarse incrementar (cf. OE 4).
Sorprende ver que, en los países en los que el rito latino es el único o el de la mayoría del territorio, suceden tantas herejías y blasfemias frente a la liturgia, por ejemplo. Sería muy pueril pensar que se debe al rito latino en sí mismo. Son las “creatividades” —con mucho sarcasmo— nuestras que hacen que, como consideramos que el rito latino es lo único que hay, despreciemos el tesoro que tenemos. Sorprende ver que esas iglesias y ritos orientales, que el mayor de ellos tiene, según el anuario pontificio del 2007, menos de 5 millones de fieles, han mantenido la riqueza de su liturgia.
Es bueno que los católicos de rito latino descubramos que somos del rito latino; que, aunque es el de mayor presencia en la Madre Iglesia, no es el único. Los ritos maronita, copto, armenio, sirio, caldeo, melquita, ucraniano, rumano, siro-malabar, siro-malankara, etíope, etc., son razones por las cuales debemos comprender el misterio de la catolicidad de la Iglesia. No es que en todas partes del mundo se celebra la misma misa y la gente responde lo mismo, cada uno en su idioma, sino que todos vivimos la fe de Jesucristo transmitida por los apóstoles y que éstos transmitieron el mensaje adaptado a las necesidades de los pueblos a los que iban. No es que son varios mensajes o varios caminos a Jesucristo; es un solo el mensaje y un solo el camino, que ha sido llevado a los hombres en sus realidades distintas.
Abramos los ojos, abramos el corazón. Aprovechemos no sólo el Año de la Fe, que ya concluye, sino toda nuestra vida para entender que somos un solo cuerpo, pero con diversidad de funciones y diversidad de manifestaciones del Espíritu de Dios, procurando siempre la paz y la unidad.