Buen y santo día para ustedes, hermanos que desean seguir profundizando en su Amor por Dios. Dios Misericordioso, que ha hecho de nosotros miembros de su familia, por la intercesión de san Andrés apóstol, concédenos ser evangelizadores fieles tuyos para que podamos gozar, junto con todos nuestros hermanos, desde ya los bienes que tienes guardados en la vida eterna para todos los que te acepten.
Uno de los temas que no solemos tratar como cristianos, ya sea por vergüenza, ya sea por temor, es el haber errado. Ninguno de nosotros suele salir por las calles o subir el tono de la voz para decir de corazón “Lo sé, me equivoqué; perdóname, por favor”. Y si subimos el tono de voz al decir eso es poniéndonos a la defensiva, aludiendo que errar es de humanos. Sin embargo, pocos hacemos de esta actitud una práctica en nuestras vidas. Como ya hemos reflexionado en otras ocasiones, es necesario ser objetivo con uno mismo y autoconsciente para poder empezar a caminar en la santidad, ya que, sin santidad, nadie puede ver a Dios, y ver a Dios es el objetivo de todos nosotros, ¿o no? Hoy reflexionemos sobre dos posibles actitudes: uno, lo que pienso de mí y de los demás cuando me equivoco, y, dos, lo que pienso de mí y de los demás cuando el otro se equivoca.
Es muy fácil conocer la respuesta desde la luz del Evangelio al preguntarse qué debo hacer cuando uno se ha equivocado. ¡Claro que es fácil! Cuando yo me equivoco, y lo analizo antes de la Eucaristía, o durante un retiro o en una prédica, pienso: “Debo aceptar mi culpa, arrepentirme, enmendar mis errores y proponerme no volver a hacerlo”. Esto se resume en las indicaciones que nos da la santa Madre Iglesia al referirse al sacramento de la Reconciliación. Pero, pensarlo es fácil; las acciones son las que no las llevamos a cabo. Si yo me equivoco en algo, si cometo algún error, hago introspección y me propongo cosas, pero pocas veces hago extrospección y me fijo en las maneras en las que mis actitudes y acciones han hecho daño. Cuando cometo una falta, entonces, no quiero que nadie me corrija, ni que nadie me recuerde lo malo que he hecho. Esto debería ser un motor para no volver a cometer los mismos errores siempre, pero parecería que nos entrenamos para ser especialistas en cometer siempre las mismas faltas.
Ahora, cuando es el otro que se equivoca, la actitud se revierte: automáticamente elaboramos planes de cómo vamos a abordar a esa persona, de cómo vamos a decirle lo que ha hecho, porque esa persona debe saber que lo que ha hecho está mal. Y, en lugar de verme como un instrumento de la justicia de Dios, me veo como la Justicia misma y me siento obsesionado con manifestarle el error que ha cometido a esa persona. En esta situación, cuando el otro se equivoca, la luz del Evangelio adquiere distintos colores para nosotros. Lo que antes era muy obvio al cometer la falta, ahora se relativiza y uno razona: “Es que alguien debe corregirlo”, “esa persona no puede seguir haciendo eso” o “¿sabes las consecuencias de esa acción?”.
A partir de estas dos actitudes yo hago una pregunta: ¿La luz de Jesucristo, la luz del Evangelio, la luz de la Verdad, es una o es cambiante dependiendo de los actores involucrados? Si es realmente una sola, ¿por qué la mostramos matizada a los demás? Es doloroso ver cómo hay personas que no quieren saber del cristianismo gracias al ejemplo que damos los cristianos. Y, para muestra, el mismo Mahatma Gandhi dijo: “Yo sería cristiano si no fuera por los cristianos”, haciendo referencia que lo que habla nuestro Señor Jesucristo es lo ideal para la vida de todos los seres humanos, pero nosotros los seguidores mediocres suyos no damos ejemplo suficiente como para que los demás quieran seguirlo. Imagina a san Andrés, cuya fiesta celebramos hoy, que no haya ido adonde su hermano Simón (Pedro) a decirle “Hemos encontrado al Mesías” porque Pedro era muy terco y áspero y Andrés no le perdonaba eso.
El Señor te dice claramente que es inevitable que haya escándalos, es decir, errores tuyos que lleven a otros a tropezar o desviarse de las enseñanzas Suyas, pero aquel que los provoque a propósito tendrá una paga pésima que es comparable a desaparecer de la faz de la tierra atándose una piedra de molino al cuello y lanzándose al fondo del mar (cf. Lc. 17, 1-3a). Y cuando sabes que estás dejándote llevar por la ira, o cuando sabes que te dejas llevar por la ira o la venganza fácilmente, y no lo corriges, lo estás haciendo a propósito, porque es por omisión que caes en eso. Y eso lo dice con respecto de cómo debe ser tu actitud cuando eres tú quien falla. Similarmente te dice el Señor Jesucristo en ese mismo extracto del Evangelio que tu actitud debe ser de misericordia y perdón constantes cuando es tu hermano el que falla (cf. Lc. 17, 3b-4).
Cambiar nuestra manera de pensar y de actuar con respecto de los errores de los demás es una manera excelente de prepararnos en este Adviento, tiempo de esperanza. De hecho, es un llamado constante de Dios el ser santos porque Él es santo. Nuestra esperanza es ser como Jesucristo en y por Jesucristo, y esta esperanza nos lleva a cambiar nuestras vidas. Si no lo hace, es porque no hemos conocido a Aquél en quien esperamos. Ya lo decía el papa Benedicto XVI en el rezo del ángelus del pasado Domingo: “Se podría decir que el hombres está vivo mientras espera, mientras que en su corazón viva la esperanza. Y de sus expectativas el hombre se reconoce: nuestra ‘estatura’ moral y espiritual se puede medir a partir de aquello que esperamos”. ¿Qué esperas tú para esperar en Quien debes esperar? Deberías clamar transparente ante Dios como lo haría san Agustín: “¡Ay de mí, Señor! ¡Ten misericordia de mí! Yo no te oculto mis llagas. Tú eres médico y yo estoy enfermo; Tú eres misericordioso y yo soy miserable. Toda mi esperanza estriba en tu muy grande misericordia. Dame lo que me pides y pídeme lo que quieras” (Confesiones, 10, 37) y así mismo escuchar a tus hermanos clamar a Dios a través de ti y tener misericordia con todos.