Buen día, hermanos y hermanas en el Señor. Pidamos juntos a Dios Padre, que con tanto Amor ha preparado nuestra Salvación, que nos ilumine con la Luz del Nacimiento de nuestro Señor Jesucristo, para que, viviendo la alegría propia de esta semana de Adviento, y por la intercesión de san Modesto, reconstruyamos nuestras vidas en torno a ese gran Misterio de Amor.
Hoy muchos pueblos inician su devoción a Nuestra Señora de la O, que es una manera de la gente llamar a la Virgen María embarazada, tomando en cuenta las antífonas del rezo de la liturgia de las horas, donde todas inician con la interjección “O”: “O Sabiduría”, “O Adonai”, “O vara de Jesé”… Esto es porque en una semana celebraremos el nacimiento del Salvador, que es Dios-con-nosotros, el Verbo hecho carne. Este Verbo, esta Palabra, este de quien la liturgia de la Palabra de hoy nos recuerda Su Concepción y Encarnación, es hombre Dios. En el marco del Año de la Fe, no hay mejor momento que ahora para que reflexionemos junto con la Constitución Dogmática Dei Verbum sobre la Divina Revelación.

Dios no es un ser oculto, ni un ser exclusivo. No es uno que goza en su trono mientras la tierra se cae a pedazos por nuestras obras. Dios se revela; se revela a Sí mismo y revela Su voluntad. ¿Cuál es la Voluntad de Dios? Que tengamos acceso al Padre, por Cristo el Hijo, en el Espíritu Santo, y nos hagamos consortes (herederos de honor) de la naturaleza divina (cf. Dei Verbum —DV— 2). Pero Dios no se revela a través de un libro, sino que lo hace presentándose Él mismo. Un ejemplo de ello lo vemos en las Sagradas Escrituras: lo que queda por escrito es de algo que sucedió, no de algo que llegó escrito. En el principio, Dios caminaba en el Paraíso (cf. Gén. 3, 8), luego se revela a Abraham y los demás patriarcas, ilumina al pueblo en el desierto de noche, y le da sombra durante el día… Dios se revela con hechos y palabras.
Él da testimonio de Sí en todo, desde lo creado hasta Sus mismas palabras (cf. DV 3). Somos nosotros quienes hemos cambiado los Planes de Dios y Él, por todo el Amor que nos tiene, ha tenido que bendecir nuestras vidas en el pecado, pero no bendecir el pecado. Este cuidado constante que Dios viene dándonos es la Revelación de Su Amor; sólo quien ama cuida, corrige y perdona. Pero esta Revelación no queda ahí. Dios no se limita a haber hecho cosas en el pasado, sino que Su Plan consiste en preparar la historia para que la Revelación quede completa en Jesucristo (cf. DV 4). Como Jesucristo es quien completa la Revelación de Dios, no hay más revelación pública. “no hay que esperar ya ninguna revelación pública antes de la gloriosa manifestación de nuestro Señor Jesucristo” (DV 4). Esto es para todos aquellos que se asustan por cualquier anuncio de fin del mundo, de “ya Cristo vino”, etc.
Si tú eres uno que no puedes aceptar esto, con todo el Amor que Dios ha puesto en mí te pido que revises tu vida; no tienes fe. Nosotros podemos aceptar que Dios se revela, no sólo a través de las palabras sino también a través de los hechos sólo por la “obœditio fidei” (la obediencia de la fe). Es decir, sólo la fe, que es gracia de Dios, nos puede permitir entender y aceptar estas cosas (cf. DV 5). Si para ti Dios es una creación imaginaria y necesaria de la mente humana, andas mal. Si para ti, Dios no es el que te predica la Iglesia —porque, te recuerdo, que en la Iglesia fue que quiso Jesucristo que quedara el anuncio de la buena noticia del Amor de Dios por todos—, andas mal. Si crees en un Dios adaptado a tu medida, cuya Palabra no te cambia, sino que la manejas a conveniencia, andas mal.
La Revelación es lo que hace que “todo lo divino, que por su naturaleza no sea inaccesible a la razón humana, pueda ser conocido por todos fácilmente, con certeza y sin error alguno, incluso en la condición presente del género humano” (DV 6). Dios se revela y hace y habla. Dios no es mudo. Dios no es un fetiche o un amuleto. Dios es Dios, un Dios con nosotros, cuyo Nacimiento entre nosotros recordaremos la próxima semana. No te quedes con conceptos erróneos sobre Él y cómo se manifiesta. Escucha la voz de la Iglesia, la guardiana de la Revelación por mandato de Jesucristo (cf. Mt. 28, 20), y empieza a conocer a Dios, que sí se da a conocer, para que así como celebraremos el nacimiento de Él entre nosotros, así tu vida celebre el nacimiento Suyo en tu corazón.