Buen día, hermanos amados en el Señor. Feliz Natividad de nuestro Señor Jesucristo y un próspero, bendecido y alegre año 2013. Que Dios nos mire a todos con Bondad y nos muestre siempre Su Paz, para que, en medio de tantas dificultades que nosotros mismos nos creamos, y por la intercesión de san Severino y san Lorenzo Giustiniani, podamos ser verdaderos ejemplos de Perseverancia y Longanimidad para todos los que necesitan la Esperanza del Amor.
Al iniciar el año civil, muchos nos proponemos nuevas metas, o retomamos antiguas sin cumplir; muchos deseamos aprovechar este tiempo para cambiar de actitud frente a nuestras vidas y frente a las personas. Igual debe suceder con nuestra fe. Muchos creemos que la fe escuálida que tenemos, la superficial, la que no profundiza en los misterios de Dios, la que camina divorciada de la razón y de lo humano, es suficiente para acceder a la Salvación de Jesucristo. El problema de los creyentes en los evangelios no era la falta de fe, sino el tamaño de la misma: “creo, pero aumenta mi fe” (cf. Mc. 9, 24), “hombres de poca fe” (cf. Mt. 6, 30; 8, 26; 14, 31; 16, 8, Lc. 12, 28), etc. Pues, el capítulo segundo de la Constitución Dogmática Dei Verbum, con la que iniciamos reflexionando en nuestro anterior encuentro, nos ayuda a profundizar en la fe un poco más.
Sucede con excesiva frecuencia que los creyentes dudamos de Dios de una manera descarada y obcecada. Discutimos sobre la Fe, las Sagradas Escrituras, las revelaciones privadas como si fueran dones de Dios sin un ápice de intervención humana. Según esta fe mediocre, Dios ignora todo lo humano. Tan así es que juzgamos a Dios como idiota porque decimos que el ser humano no puede hacer nada que agrade a Dios, sin embargo es Dios que ha dispuesto todo para que, llegado el momento culminante, naciera el Mesías de una mujer (cf. Gál. 4, 4); y es Jesucristo, quien es Dios y hombre, quien dispone que los apóstoles enseñaren todo lo que Él les había enseñado a ellos (cf. Mt. 28, 20), sabiendo Él que ellos nos sabían escribir. Por lo tanto, fue Dios quien dispuso “benignamente que lo que había revelado para la salvación de los hombres permaneciera íntegro para siempre y se fuera transmitiendo a todas las generaciones” (DV 7). ¿Cómo? Los doce apóstoles lo hicieron de manera oral (Sagrada Tradición), y sólo cinco de ellos (Mateo, Juan, Santiago, Pedro y Judas Tadeo) junto con otros varones apostólicos (Marcos, Lucas y Pablo) además lo dejaron por escrito (Sagradas Escrituras —Nuevo Testamento—). Sin embargo, la integridad estaba asegurada por la sucesión de los apóstoles, a quienes estos últimos les entregaron “su propio cargo del magisterio” (cf. S. Ireneo de Lyon, Adv. Haer., III, 3, 1).
“Lo que enseñaron los apóstoles encierra todo lo necesario para que el Pueblo de Dios viva santamente y aumente su fe” (DV 8). Sólo la Iglesia “tiende constantemente a la plenitud de la verdad divina hasta que en ella se cumplan las palabras de Dios” (ibíd.) ya que sólo en ella se da la unidad de las maneras en la que se ha transmitido la fe y, por lo tanto, se recibe la plenitud del mensaje de Jesucristo. La Sagrada Tradición es viva; por ejemplo, ella es la que nos permite conocer el canon de los libros sagrados y, por ello, puede la Iglesia profundizar más en el mensaje de las Sagradas Escrituras. Así, la transmisión oral (Sagrada Tradición) y la transmisión escrita (Sagradas Escrituras) de la Palabra de Dios son inseparables y son un solo depósito: “surgiendo ambas de la misma fuente, se funden en un mismo caudaly tienden a un mismo fin” (DV 9).
Tanto los pastores como los fieles “colaboran estrechamente en la conservación, en el ejercicio y en la profesión de la fe recibida” (DV 10); es decir, si nosotros los laicos no recibimos y veneramos la Tradición y las Escrituras con el mismo espíritu de devoción, estamos encargándonos de tergiversar el mensaje de Jesucristo por omisión. Por ello es que se hace necesario el Magisterio, que ayuda a que comprendamos la Palabra de Dios de manera fiel, ya que “la oye con piedad, la guarda con exactitud y la expone con fidelidad” (ibíd.). El Magisterio explica de manera plena la Palabra de Dios. Un cristiano que ignora a sus pastores (los obispos) y los colaboradores de éstos (los presbíteros) y que basa su fe sólo en las Sagradas Escrituras es uno que, de seguro, terminará siendo egoísta, cuya fe será sólo emotiva y que logrará que otros se aíslen del mensaje de unidad que el Señor nos ha traído. No seas tú uno de esos.