Glorioso día lleno de bendiciones para cada uno de ustedes, hermanos en el Señor. Que Dios mire con agrado nuestras vidas y nos llene de su Alegría, para que, por la intercesión de nuestra Madre Santa, bajo la advocación de Nuestra Señora de Luján, podamos ser testigos de las transformaciones que Él hace en aquellos que se dejan amar por Él.
Necesariamente, nuestra Señora María apunta a su Hijo Jesucristo y, a su vez, apuntan al Padre Eterno. Un creyente que se deje desviar de esta realidad por “amor” a la Madre, está deshonrándola a Ella y está irrespetando a Dios mismo. La actitud de María nos explica cómo debemos ver al Único Dios. Y, con esta segunda entrega de reflexiones, vamos a centrarnos en el momento de servicio que realizó María una vez se le anunció su embarazo y se enterara de que su prima anciana estaba embarazada.
Nos dice el evangelio según san Lucas (1, 39-56) que María fue a visitar a su prima, entró a su casa y la saludó. ¿Cuál era el saludo propio de los judíos? El pueblo que Dios había escogido para sí era uno que comprendía perfectamente la presencia Suya en sus vidas, y por ello se saludaban diciendo “Shalom aleichem”, es decir, “que la paz sea contigo”. María tenía algo peculiar en el momento del saludo a su prima Isabel, y era que había sido llena del Espíritu Santo, quien la confirmó como Llena de Gracia; por esta razón, cuando la joven Madre pidió la Paz para Isabel, Isabel la recibió y el niño de su vientre saltó de gozo, ya que la paz que Dios da es una que es, indefectiblemente, también alegría. Así quedó llena Isabel del Espíritu Santo, cual bautismo espiritual, y declaró la bendición que María tiene entre todas las mujeres, tanta como la que tiene el fruto de su vientre. María ha creído a Dios, y Dios pone a María a dar frutos. Pero, no nos fijaremos en la figura de María, sino en lo que María, que recibió a Dios en todo su ser, nos muestra del Todopoderoso.
Cuando la joven Madre Virgen escuchó lo que la santa prima le reveló no tuvo más opción que estallar de alegría y proclamar las grandezas de Aquel que ha decidido habitar en Ella. Al decir “proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador, porque ha mirado la humillación de su esclava” (vv. 46-48a), María nos revela rasgos distintivos de Dios: primero, Dios es grande; segundo, Dios es el Señor; tercero, Dios es salvador; cuarto, Dios se fija en el humilde que se deja guiar por Él. La grandeza de Dios es lo que nuestra vida debe proclamar, porque no creemos en un Dios limitado por las fuerzas naturales y humanas que Él mismo ha creado o ha permitido, sino que, a pesar de la fe que tengamos, Dios es grande y poderoso. Que Dios sea Señor y Salvador, nos hace referencia a Su Hijo, nuestro Hermano Jesucristo, que es Dueño de lo que hay y Salvador de los que nos dejamos rescatar al reconocer nuestras debilidades. Pero, además, María nos muestra el Dios que se fija en los pequeños que le obedecen, no en cualquier “esclavo”, sino en la humildad del esclavo; porque Dios es amante especial de aquellos que prefieren que otros estén cómodos y descansados incluso si les cuesta el cansancio a ellos mismos.
Según este hermoso canto, el Magnificat, Dios es Todopoderoso y tienen un nombre santo (v. 49); esto nos muestra que el Poder de Dios es comunicable a Sus hijos, porque por el hecho de haber querido revelar Su Nombre nos ha dado la autoridad de pronunciarlo y de hacer a otros santos con esto. Al hacer esto, se puede ver cómo funciona Su Misericordia con los que le son fieles: todo soberbio se aleja de Él, todo aquel que desee ser el centro de otros es derribado en vergüenza, todo el que le pide recibe, y, sobretodo, toda esperanza es colmada en plenitud, porque ya no moriremos más, sino que tenemos ya un Salvador. Así debería ser nuestra vida, testimonio de Misericordia con los demás, pero no una misericordia falsa que apoye con el silencio a los que necesitan ser corregidos, sino la Misericordia de Dios, que corrige con dureza a los que conocen y no hacen lo bueno. Aquí vemos, en labios de María, una realidad que a muchos católicos nos incomoda aprender: que el Amor implica corrección, y que Dios no se queda callado, sino que exulta en los hombres y mujeres sus vidas para que éstas proclamen Sus Maravillas. María nos muestra un Dios verdaderamente Amor, que genera alegría en el que se deja habitar por Él, y que busca ser servidor de los demás, para que, en la humildad, se engrandezcan Él y sus hijos.