No estaba el Señor en la violencia del huracán, ni en el ruido de la tempestad, ni en el intenso ardor del fuego, sino en la suave brisa que refresca en el silencio de la tarde. No vino el Señor Jesucristo a los apóstoles en la barca en la violencia del primer día de tormenta, ni en el ruido imposible de la segunda noche, ni en la desesperanza de la tercera, sino en la silenciosa vigilia de la cuarta noche, sin gritos ni saltos, sino caminando en silencio hacia ellos.

En muchísimas ocasiones queremos que el Señor nos dé muestra de Su Amor por medio de milagros ruidosos: enfermos que espontáneamente se curan, problemas económicos o familiares que desaparecen de la noche a la mañana, sin embargo el Señor prefiere obrar en la mano firme del médico que cura, en la esperanza que trae un diálogo familiar. ¿Qué hemos de cosechar en nuestro interior si el Señor viene de manera ruidosa? Nada, vaciedad, milagrería. Sin embargo, en el silencio de Dios, en la esperanza firme, desarrollamos paciencia, tolerancia, humildad, sabiduría…

Pidamos al Señor que no escuche nuestras peticiones necias, sino que siempre venga en el silencio, para que, como Pedro, podamos caminar sobre las aguas, con la mirada fija en el Señor, y no miremos los problemas, sino que en el silencio de la verdadera fe, caminemos con Él.