El gozo de la Resurrección de nuestro Salvador, Jesucristo, Señor nuestro, abunde tan grandemente en cada uno de nosotros para que, por la intercesión de todos los santos y santas de Dios, podamos ya gustar de los bienes que nos han sido preparados en el Cielo. Que hoy sea un día glorioso para nuestro Señor porque nuestras vidas y nuestros labios darán testimonio de que Él vive.
Jesucristo, “nuestra Pascua, ha sido inmolado”, nos dice el prefacio I de Pascua en la misa, y cuántas cosas trae consigo eso: que Aquel que muestra el paso de Dios o la misericordia que Dios tuvo con Sus hijos al perdonarles —recordemos el significado oscuro de pésaj, pascua— fue capaz de confirmar la Alianza que hizo con ellos dándole un nuevo contenido planteado desde la eternidad sin olvidar la anterior. Nuestra Pascua, esa misericordia que tuvo Dios al entregarse Él mismo a nosotros como “hijo del hombre” en la Encarnación, alcanzaría la plenitud en la muerte. Encarnación y Muerte de nuestro Señor van indefectiblemente unidas, puesto que el milagro grandioso de tomar carne humana tiene sentido redentor al incluir en su humanidad hasta las consecuencias mismas de ser hombre y mujer caídos en el pecado: la muerte.
Igual nos dice el prefacio I de Pascua que el cordero inmolado “muriendo destruyó nuestra muerte, resucitando restauró nuestra vida”, manifestando en sólo ocho palabras la gloriosa manifestación del Amor eterno de la Santísima Trinidad para con los hombres y mujeres de todo los tiempos y de todo el mundo. Tiempo y espacio no significan nada para Dios más que el lugar/momento en el que creó todo y en el que decidió darle plenitud con su Vida y su Muerte. Sin embargo, el Amor Suyo es tal que tiempo y espacio se convierten en indispensables para dar testimonio eterno de lo que, desde la eternidad, había manifestado a Sus creaturas: el mismo Amor. Esas ocho palabras que escuchamos durante toda el tiempo de Pascua marcan, necesariamente, al ser humano y lo divide en “antes de Jesucristo” y “después de Jesucristo”.
La muerte que padeció nuestro Señor Jesucristo es la misma muerte que nosotros padecíamos, es decir, Él no se ahorró nada del sufrimiento, del distanciamiento de Dios, del dolor, de la soledad. Pudiéramos comprender su “Elí, Elí, lemá sabactaní” (Mt. 27, 46) desde esa humanidad también. Porque el Señor se sintió solo, se sintió abandonado y por nadie comprendido. Y, haciendo referencia al salmo 22, que es al que Jesucristo acude cuando dice esas palabras, podemos ver que el abandono de los hombres es también abandono de Dios y que, por ello y por muchas cosas más, es claro que la Salvación es comunitaria. Aún en medio de esa ignorancia de que sólo la fe personal y tus actitudes personales te salvarán, Jesucristo decide padecer y acabar con esa muerte que tienes. Sólo muriendo podía Él destruir tu muerte, sólo batallando con la paga del pecado pudo Él eliminar tu propio distanciamiento de Dios (conocido como el sheol o el Hades, era un lugar sin dolor y sin placer, una anulación del ser humano).
La vida que restaura Jesucristo es la vida que se había dado al hombre y a la mujer en el principio con el aliento de vida. Esa vida estaba latente, pero había sido desfigurada por el pecado y por las tendencias al pecado. Jesucristo entra a los infiernos haciéndose muerte, y, destruyendo lo que había sido acumulado por soberbia humana, resucita el Don de Dios en todos los hombres y mujeres. Por eso es que la Iglesia proclama que este cordero de pascua, el Cordero de Dios, el eterno, restauró nuestra vida, adquiriendo para nosotros Vida Eterna. Pero es una Vida a la que tenemos acceso, y que podemos optar no tomarla. Porque la Muerte y la Resurrección del Señor Jesucristo no anulan al ser humano, ya que de la anulación del sheol fue que Él nos sacó. Lo que nos concede este acto de Amor es la plena Libertad de ser hijos de Dios (cf. Rom. 8, 21) que manifestará, a su tiempo, la Esperanza que toda la Creación tiene en Dios.
Estas ocho palabras del Prefacio de Pascua, si las comprendemos, realizan en nosotros tan grande gozo que se convierte, como bien dice el mismo Prefacio, en “efusión de gozo pascual” y así “el mundo entero se desborda de alegría”. Todo el mundo (plantas, mamíferos, reptiles, montañas, aves, bosques, peces…) es realmente lo que empieza a manifestar la gloria de Dios por el Resucitado. Y nuestra alegría es lo que Dios quiere que encontremos, y es ella Jesucristo mismo. Nada hay más sublime que comprender a Dios en clave del Amor, para que, amándolo como Él nos ama, podamos dejarlo a Él querer y hacer en nosotros (cf. Fil. 2, 13) todo lo que nos conviene por Amor. Así nos pareceremos aún más a Jesucristo y, por lo tanto, podemos verdaderamente resucitar con Él.