Buen día, hermanos y hermanas en Cristo. Que Dios nos conceda la gracia de poner nuestros dones a dar fruto, para que, por la intercesión de san Hilarión, santa María Salomé y el beato Juan Pablo II, los que nos rodean quieran profundizar su fe en nuestro Señor Jesucristo.
Ya hemos reflexionado con las cuatro constituciones y los nueve decretos del Concilio Vaticano II. Ahora reflexionaremos con las tres declaraciones, de manera especial hoy con la Declaración Gravisssimum Educationis Momentum (GE), sobre la educación cristiana de la juventud.

La verdadera educación de la juventud, e incluso también una constante formación de los adultos, se hace más fácil y más urgente en las circunstancias actuales” dice el proemio. Hay una obligación nuestra de educar para el bien de la sociedad, desarrollando las condiciones físicas, morales e intelectuales de todos para que puedan adquirir un perfecto sentido de la responsabilidad (cf. GE 1). Esta urgencia va unida al sentido de la responsabilidad porque hay que dar una respuesta pronto a lo que estamos viendo que sucede con la persona humana y pocos están haciendo algo.
La educación cristiana es un derecho de todos los bautizados (cf. GE 2), pero es por igual un deber de los mismos, empezando por los padres, que son los primeros educadores (cf. GE 3), y auxiliados por la sociedad y asesorados por la Iglesia (ibíd.). ¿Cómo se logra esto? Iniciando con la catequesis básica y firme (cf. GE 4), pero siendo más importante la escuela (cf. GE 5), es decir, el lugar de estudio de los jóvenes y adultos.
Los padres tienen derecho a elegir la educación de sus hijos afirman los padres conciliares (cf. GE 6), pero esto no quiere decir que los padres tienen el derecho de cambiar la manera en la que las escuelas educan a sus hijos. Las escuelas católicas de cualquier índole, tienen el deber de educar para que los estudiantes sean fermento en la sociedad (cf. GE 8). Dos ejemplos: primero, las universidades católicas llevarán esto a cabo fomentando la ciencia para que “se vea con más exactitud cómo la fe y la razón van armónicamente encaminadas a la verdad, que es una” (GE 10); segundo, los centros de ciencias sagradas educan para promover el diálogo con las religiones y la sociedad y “se responda a los problemas suscitados por el progreso de las ciencias” (GE 11).
¿Estamos siendo verdaderamente educados? ¿Estamos nosotros educando conforme a los valores del Reino? ¿O hemos, acaso, delegado nuestra función de educar a instituciones que no procuran estas cosas que en tan sólo unas páginas exponen los padres conciliares?
Es bueno que reflexionemos con esta declaración que, desde hace casi 48 años, tenemos a nuestra disposición y es el sentir de toda la Iglesia. Como padre de familia, ¿educo a mis hijos en ciencia, valores y fe? ¿O soy de los que cree que lo importante es lo intelectual, y lo religioso es una decoración de la vida de mis hijos? O quizá soy del otro extremo: ¿mis hijos saben mucho de religiosidad y devociones, pero no hay en ellos compromiso intelectual ni social real?
Los católicos somos los que hemos llevado siempre la delantera en cuanto a la educación intelectual, moral y espiritual, y esto no debe ser un motivo sólo de orgullo sino además de cuestionamiento. ¿Qué ha pasado hoy? La razón por la cual hay tantas personas pensando que la Iglesia debería desaparecer del mundo y de todos los lugares de la sociedad es porque hemos permitido que varias generaciones se formaran conforme a un relativismo modernista, es decir, todo es relativo, sólo vale lo que me produce placer.
Católico, a ponerse en esto. Si Dios te ha dado la oportunidad de educarte en ciencias, dedícate a la educación tú mismo; hay jóvenes por todas partes ansiosos de que se les dé respuesta sobre las cuestionantes más profundas de sus vidas, y sólo Jesucristo las responde. Tú conoces a Jesucristo, por lo tanto, involúcrate con la sociedad.