Que Dios bueno siempre nos cuide y nos guíe para que, por intercesión de san pedro Claver, nuestras palabras y obras sean coherentes con la fe que profesamos.
Hace un tiempo tuve la oportunidad de hablar de los espacios neutros donde la gente tenía “derecho” a que no se le hablara de Dios. Ahora quiero retomar ese tema a propósito de un artículo que leí sobre un sacerdote de Estados Unidos que decía que la música en la liturgia no tiene porqué sonar católica. Esta afirmación contradice todo lo que la misma Iglesia ha afirmado, y justo de eso quiere que reflexionemos: los pastores que nos acomodamos.
Desde el siglo XIX el mundo ha venido teniendo un cambio: las estructuras físicas han cambiado; las estructuras mentales también. Con el siglo de la razón la fe ha sido dejada de lado, y hasta es considerada una necedad, una tontería por parte de muchos ignorantes que quieren que vivamos en la edad media. Pero con esto de la ilustración mental han llegado también los cambios de paradigmas y de contextos, es decir, ahora una verdad es verdadera sólo en cuanto el consenso social así lo haya determinado.

¿Desde cuándo algo es verdadero sólo cuando yo lo considere como tal? ¿Cuándo una verdad es un consenso cultural? Desde que decidimos callar la Verdad, se ha impuesto la dictadura del relativismo. Lo peor de todo es que nadie parece darse cuenta de que cuando decimos que todo es relativo estamos afirmando eso categóricamente, y esa misma expresión debería ser también relativa. Por lo tanto, si todo es relativo, nada lo es.
Parecería un juego de palabras, pero es más que eso. Son las estructuras mentales que nos hemos construido las que han prostituido nuestro concepto de mundo, de vida, de persona, de verdad… Al estar ellas prostituidas, se prostituye nuestro lenguaje, porque se prostituye nuestra comprensión del cosmos. Con el relativismo se impone el individualismo, y con el individualismo —que, súbitamente, queremos disfrazarlo de libertad, o más bien, de libertinaje— se impone el egoísmo, que es fuente de pecado.
Un ejemplo de este relativismo individualista y egoísta es la postura del católico frente al aborto o a la homosexualidad. Cuando alguien dice que es homosexual, se le felicita y se le admira su valentía y coraje al enfrentar los paradigmas del mundo frente a ese tema; cuando alguien dice que la homosexualidad está mal, se le acusa de intolerante y retrógrada y se le maltrata verbal, moral y hasta físicamente. ¿Por qué ir con lo que el mundo propone es libertad, sin embargo ir en contra es intolerancia?
¿Acaso los grandes científicos y pensadores y revolucionarios no han ido contra lo que se ha querido imponer? Es mental y emocionalmente más fácil dejarse llevar por lo que piensa la gente. Y los pastores de almas hemos caído en eso. No me refiero sólo a los obispos y presbíteros, sino a todos aquellos que, de alguna manera, somos responsables de la salvación de otros. ¿Qué ejemplo damos si decimos que la verdad es relativa?
Hemos divorciado el progreso de la persona humana. Ahora el progreso no tiene que ver con nosotros, sino con el desarrollo técnico-científico de un país o de un grupo social. Es ridículo pensar que el progreso existe a pesar de nosotros los humanos, cuando las cosas que creamos deben ser para el uso de nosotros los humanos. ¡Hasta la persona se ha relativizado! Y salen cosas de nuestros labios como: “cada cual tiene derecho a hacer lo que quiera”, “nadie debe meterse en asuntos de otros”… ¿Y qué fue lo que vino a hacer Jesucristo? Él se encarnó para que el-todo-Otro, Dios, se hiciera el Dios-con-nosotros.
Afirmar la Verdad, que es Cristo, debe ser una responsabilidad de todo creyente. Si verdaderamente el Señor Dios es la solución a todos los problemas del mundo, ¿por qué no nos creemos eso? El Señor, que no es un producto, pero que sí libera al ser humano de los vicios en los que se mete. Olvidemos lo “políticamente correcto” y entremos en la lógica del Reino de los Cielos, que siempre se impone en el Amor.