Buen día, hermanos y hermanas que gozan de los frutos de la Resurrección de nuestro Señor. Pidamos a Dios que dirija Su Mirada de Bondad a nosotros y nos conceda la Gracia de vivir realmente la Resurrección al tiempo que somos luz de Esperanza para los que nos rodean. Que por la intercesión de san Fidel de Sigmaringa, conozcamos la belleza de predicar la Fe del Resucitado a todo el mundo.
La Resurrección de nuestro Señor es un proceso glorioso, y es continuo en cuanto a que es eterno, por lo que podemos afirmar con la fe de la Iglesia que el Señor nos resucita con Él a cada instante. Pero para poder resucitar hay que morir, pero no morir por morir, sino hacerse dueño de la propia vida hasta tal punto que pueda uno entregarla. Somos otros Cristos por el Bautismo, y por ello debemos ser otros Cristos en la Pasión y en la Resurrección. Dice el Señor Jesucristo sobre su vida: “Nadie me la quita, sino que la doy por mí mismo. Tengo el poder de darla y de recobrarla” (Jn. 10, 18), y es un mandato para nosotros también: adueñarnos de nuestras vidas hasta tal punto de poder entregarla y, al entregarla, recibirla a cambio.

Pero hay muchos que no quieren terminar de aceptar la grandeza de la muerte en Jesucristo. No hay nada peor en este mundo que la muerte sin Cristo, porque esta ausencia de Él, que es Camino, Verdad y Vida (cf. Jn. 14, 6), es sinónimo de la ausencia de Dios en nuestras vidas, y la ausencia de Dios hasta la eternidad por voluntad nuestra por definición es el infierno. Entonces, para poder gozar de la gloria de Dios es necesario que la vida sea en Cristo, pero además que la muerte sea en Cristo. Con razón era que los primeros cristianos se alegraban de ser considerados dignos de padecer por el nombre de Jesús (cf. Hch. 5, 41), y con más razón aún es que el primer Papa nos insta a alegrarnos en la medida en la que compartimos los sufrimientos de Cristo (cf. 1 Pe. 4, 13). Pero es un morir no controlado por las pasiones ni por los vicios ni por las cosas que ahora llamamos normales pero que han venido en detrimento de la persona humana (homosexualidad, feminismo y machismo, pornografía, venta de personas, etc.), sino entregar la vida como única propiedad suprema que le ha sido otorgada al ser humano.
Jesucristo, cuando se aparece a los apóstoles luego de su Resurrección, les explica nuevamente que el Mesías tenía que padecer para luego resucitar (cf. Lc. 24, 35-48) y se compara con un pastor bueno, ya que el buen pastor es el que da su vida por las ovejas (cf. Jn. 10, 11-18). Esto lo entendió san Marcos el evangelista, cuya fiesta celebramos mañana, y lo entendió san Fidel, cuya memoria recordamos hoy. Cuando una persona entrega su vida por Amor a nuestro Señor se convierte en fiesta para nosotros, ya que estamos cien por ciento seguros de que está gozando de la gloria del Señor, puesto que ha padecido con Él. Diría Tertuliano: “Sanguis martyrum semen christianorum, la sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos”. Así, por la Resurrección tenemos la herencia de la Pasión, la herencia de la Cruz. La vida es un gran juicio, donde estamos llamados a testificar constantemente sobre lo que hacemos y decimos o sobre lo que no hacemos ni decimos. Testificar es dar razón con testigos de lo que profesamos, y, por eso, dar testimonio consiste en que hay personas que son testigos de que lo que creemos lo vivimos.
Esto de ser esperanza para los demás, ya que en esperanza fuimos salvados (cf. Rom. 8, 24) y nuestra Esperanza es el Señor y Él nos espera en la eternidad, implica una renuncia a nosotros mismos. No puedo tener mi vida pasajera más que como un pasaje, un ticket, una entrada a la vida eterna. Pero los tickets hay que comprarlos y entregarlos, y eso ha sido lo que hizo el Señor con cada uno de nosotros: nos compró con Su Sangre, y está esperando que decidamos entregarnos a Dios como ya Él nos ha entregado con Su Muerte. Sí, hay que morir. Sí, hay que gastarse. Sí, el importante es el otro, la oveja, sobre todo la perdida. Si no nos entregamos no podemos ser testimonio del trigo que muere y se muele para ser pan, un pan que se entrega, una verdadera comida y verdadera bebida que salva (cf. Jn 6). No somos nosotros el pan eucarístico, pero sí somos parte de él cuando en Jesucristo nos hacemos capaces de entregarnos con Él para el rescate de los demás. Ésta es la herencia que nos trae la Resurrección consigo: ser alegres testigos del sufrimiento necesario para la salvación del mundo.