¡Hola! ¡Buen día, hermanos por la Sangre de Jesucristo! Unámonos a todos los santos del Cielo y pidámosle a Dios que, por la intercesión de ellos, y, en especial, la intercesión de san Celestino I, nos haga abrir los ojos de la fe para que procuremos el mayor bien para aquellos que más lo necesitan y no andemos preocupados tanto por nuestras necesidades, sino que permitamos que Él nos las resuelva.
Tenemos que despertar del sueño y desnudarnos de las obras de las tinieblas porque ya el día de la venida del Señor está muy cerca, como nos dice san Pablo (cf. Rm. 13, 11b.12-13a), y esto es sólo una pequeña parte de lo que la liturgia de la Iglesia nos invita a vivir durante toda este semana. Insisto y nunca dejaré de hacerlo: debemos dejarnos abrir los ojos por Dios, porque no es verdad que la santa Madre Iglesia, inspirada por el Espíritu Santo impondrá cargas innecesarias a sus hijos como, por ejemplo, poner una serie de lecturas diarias que no tienen que ver la una con la otra. El que así piensa, pídale a Dios, como el ciego de Jericó: “Señor, haz que vea” (Lc. 18, 41b).

El Domingo pasado hablábamos de la oración, pero no de cualquier tipo de oración, sino la de intercesión. Incluso el Padrenuestro, que muchos lo consideran como una oración sólo de petición se puede ver como una oración de intercesión, y, diría yo, como la oración de intercesión por excelencia, ya que desde el primer momento estamos pidiendo en plural, aunque la recemos solos. Nos dice la Iglesia que esta oración de intercesión es el tipo de oración que nos conforma más de cerca con la oración de Jesús, es la oración que no conoce fronteras y es expresión de la comunión de los santos en la que creemos los cristianos (cf. CIC 2634-2636). Por eso, nos habla el Señor hoy de la cizaña y el trigo creciendo juntos por culpa de “los partidarios del Maligno”, haciendo referencia a aquellos que permitimos que haya cizaña por nuestro obrar o por nuestra omisión (cf. Mt. 13, 36-43).
La liturgia de las horas de hoy también nos hace referencia a esto. El salmo 24 (23), por ejemplo, nos pregunta: “¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro?” (v. 3), porque si todo lo que existe es del Señor, debe haber algunas condiciones para estar en el lugar donde está Dios. De hecho, las hay; el mismo salmo continúa diciendo: “El hombre de manos inocentes y puro corazón, que no confía en los ídolos ni jura contra el prójimo en falso. Ése recibirá la bendición, le hará justicia el Dios de salvación” (vv. 4-5). Aquella persona que no es culpable de que haya personas necesitadas a su alrededor (insisto, ya sea por sus obras o por sus omisiones), que no sienta desprecio hacia los necesitados espirituales, psicológicos o materiales, que no pone su confianza en el dinero ni en el progreso personal, que no hace compromisos sociales de recibir una adecuada educación y luego no los cumple, sólo esa persona recibirá el verdadero favor de Dios. Y por igual dice el cántico de Tobías que debemos proclamar allí, donde nos encontremos, Su Grandeza y Su Poder, que Él es nuestro Dios y Señor (cf. Tb. 13, 4.7-8); y el salmo 33 (32), en los versos 18-21, nos dice que los ojos del Señor están puestos en Sus fieles y Él es nuestro auxilio y escudo.
Es un error limitar a Dios en nuestras vidas por tener nuestras vidas limitadas ante Dios. Dios quiere que abras tu mente para que así Él pueda abrir también tu corazón y tus manos. Si sólo piensas en tu progreso, en tu comodidad, en el bienestar de tu familia (que no está mal, pero puede ser mejor), te pregunto parafraseando al mismo Jesucristo: ¿qué mérito tiene hacerle el bien a quien te lo hace a ti? ¿Dónde queda la profundidad del Evangelio en tu vida? ¿Cuántas veces debe el Señor aclararte lo que es amar? Por lo visto, gracias a nuestras estrechas mentes y corazones atrofiados, la Iglesia debe retomar la predicación infundiendo miedo sobre los males que nos esperan en el infierno si no actuamos adecuadamente. Hace más de cuarenta años que predicamos sobre la Bondad, la Misericordia, el Amor de Dios; pero el capitalismo parece ser mucho más atrayente que una vida eterna. ¿Quién se encargará de los necesitados de este país si los que pueden ayudar no quieren hacerlo y prefieren tener empresas privadas, o no se meten en política, o no ocupan cargos públicos, o, sencillamente, reniegan de su ciudadanía? Pero luego criticamos a los obispos porque opinan en asuntos de política y de justicia, cuando en realidad casi ninguno de los laicos, que son el fundamento mayor de la Iglesia, quiere ser testigo de Dios en el medio donde se desarrolla.
Nos diría san Basilio Magno, en su homilía número 3, Sobre la Caridad, que “los frutos de beneficencia que tú produces los recolectas en provecho propio, ya que la recompensa de las buenas obras revierte en beneficio de los que las hacen”. Dar al necesitado no quiere decir que estés dándole un cheque o cierta cantidad de dinero con cierta frecuencia. Aunque eso sea una práctica conocida de parte nuestra y de nuestros gobiernos, no va a resolver la situación. No le demos el pescado a quienes necesitan comer, mejor enseñémosle a pescar. Por ello, dar al necesitado quiere decir darle las herramientas para que él, su familia y todos aquellos que le sigan y le rodeen sean beneficiados con esa obra tuya. Es que el Amor genera una reacción en cadena que hace que muchos se salven. No es que vivamos ahora un activismo vacío, sino que no dejemos de hacer lo que nos corresponde. Nos diría Santiago: “Aquel, pues, que sabe hacer el bien y no lo hace, comete pecado” (St. 4, 17).
Procuremos, pues, que el fin de nuestros trabajos en esta tierra sea el comienzo de la siembra celestial, porque sólo son las obras buenas las que llevaremos ante el Señor el día del juicio, y éstas son las que darán testimonio de nuestra fe. Seamos agradecidos, como nos dice san Basilio Magno, de que no somos nosotros que tenemos que importunar a los demás pidiendo para sobrevivir, sino que es a nuestra puerta que vienen ellos, los pequeños del Señor, para darnos la oportunidad de hacer obras buenas.