Que Dios sea nuestra Paz, que Él sea nuestra Esperanza, que nuestra Fe se vea enriquecida por las bondades que Él, como Padre Bueno, tiene con nosotros al revelarnos la Verdad en Su Hijo Amado, nuestro Señor Jesucristo, y que, por la intercesión de san Alonso Rodríguez, nuestros humildes trabajos se vean unidos a la única Fe que procede de Él.
No es infrecuente escuchar a muchos hermanos decir que su fe está basada en lo que Jesucristo directamente les dice en su corazón. No es tampoco raro escucharnos a nosotros mismos decir cosas que van en contra de lo que ya nuestros diáconos, presbíteros (a los que llamamos “padres”, “curas” o “sacerdotes”) u obispos han dicho. Es más, hay quienes nos atrevemos a decir saliendo de una Eucaristía: “Eso que dijo el padre no es así”. ¿Cuándo debemos escuchar lo que dicen estos hombres? ¿Cuándo debemos reconocer que quienes nos equivocamos somos nosotros? El capítulo 3 de la Constitución Dogmática Lumen gentium nos habla de estas cosas, pero muy especialmente de cómo se constituye la jerarquía de la Iglesia.

¿Era Jesucristo un tarado que establecería un Reino fuera de este mundo (cf. Jn. 18, 36) sólo hasta que los doce Apóstoles fallecieran? ¿Estaría Él hablando disparates cuando rogaba al Padre por los apóstoles y por los que, gracias a las palabras de ellos, en el futuro creerán en Él (cf. Jn. 17, 20)? ¿Sería el Señor incapaz de conocer el funcionamiento de la mente humana y las necesidades que posee? ¿No afirmamos que Él era en todo semejante a nosotros excepto en el pecado (cf. Hb. 4, 15)? Jesucristo instituyó la Iglesia y dispuso unos encargados de ella, que eran los Apóstoles, pero para que se mantuviera la unidad, dispuso que uno se encargara de apacentar sus ovejas (cf. Jn. 21, 15-18) y de confirmar sus hermanos en la fe (cf. Lc. 22, 31-32). Ése fue Pedro, quien, por igual dejó hombres que le sucedieran. Siendo esto así, los Apóstoles son quienes se encargan de congregar a la Iglesia universal (cf. LG 19), y todos cuidaron de dejar sucesores para mantener la misión de ir por todo el mundo. “Por medio de aquellos que fueron instituidos Obispos y sucesores suyos por los Apóstoles hasta nosotros, se manifiesta y se conserva la tradición apostólica en todo el mundo” (LG 20). Son los obispos los encargados de santificar, enseñar y regir la Iglesia como lo hacían los Apóstoles (LG 21), pero esto sucede sólo en la comunión entre ellos y con el sucesor de Pedro, el romano pontífice (LG 22). Ellos son ejemplo de evangelizadores (LG 23).
Los obispos enseñan la fe y procuran cuidarse ellos y cuidarnos a nosotros de los errores que pueden alejarnos de la Fe en Jesucristo (LG 25), pero esto no lo realizan solos, sino que tienen a “próvidos cooperadores del Orden episcopal” que sirven al Pueblo de Dios, que son nuestros amados “curas” o, mejor llamados, presbíteros (LG 28). Además, cuentan los obispos con ayudantes especiales ordenados al ministerio, es decir, al servicio, que se denominan diáconos (LG 29). Por tanto, cuando reconocemos que Jesucristo es Hijo de Dios y, como tal, ha hecho las cosas con un fin último mucho superior a lo que podemos pensar, hemos de reconocer esa realidad trascendental también en la Iglesia y la jerarquía que Él quiso que surgiera. De no ser así, no le hubiera conferido a la Iglesia la autoridad y la permanencia incluso sobre las puertas del infierno o de la muerte (cf. Mt. 16, 18). Él la confirma día tras días y, por la acción del Espíritu Santo, la guía hacia la santidad. Es por ello que, cuando rechazamos la jerarquía, estamos rechazando el plan de Dios en Jesucristo y, por lo tanto, a Dios mismo.
Es cierto que hay muchos presbíteros, diáconos y obispos que se equivocan, y que enseñan con sus vidas y con sus palabras un mensaje distinto del que Jesucristo dejó a los apóstoles. Pero éstos lo hacen en su ignorancia pecaminosa y, por lo tanto, fuera de la comunión eclesial, es decir, fuera de lo que Jesucristo nos mandó y pidió al Padre de que todos seamos uno. Y así ha habido hombres que, siendo pecadores empedernidos, lo que enseñan no se aleja de la fe. Éstos son tan pecadores como tú y como yo y lo que necesitan es de nuestra misericordia, no de nuestros juicios. ¿Cómo debemos actuar ante estos hombres que han sido designados por Dios para guiarnos, santificarnos y educarnos? Como lo haría un verdadero discípulo del Señor: conociendo nuestra fe, apoyándolos a ellos, corrigiéndolos en caridad cuando sea necesario, pero, sobre todo, dando testimonio de la Fe recibida en Jesucristo por ellos. Amemos a nuestros dirigentes, que ellos tienen una carga más pesada que nosotros, y necesitan de cireneos que les ayuden a subir al Gólgota de este mundo para abrir sus brazos de amor y llamar a todos, con su cansancio y desgaste, a los pies de Jesucristo.