Buen día, hermanos y hermanas en el Señor. Juntos pidamos a Dios que nos regale la gracia de hacer lo que nos corresponde en nuestros ambientes, para que, por la intercesión de san Diego y san Leandro de Sevilla, sepamos mostrar la Voluntad de Dios donde quiera que nos encontremos.
En mi país se han dado recientemente unas revueltas civiles ante unas leyes que aumentan los impuestos en la mayoría de los consumos. El Domingo de esta semana hubo una manifestación multitudinaria por la misma razón, y hace poco escuché a personas por fin hablar en contra de todos aquellos que reciben beneficios (injustos, porque sólo son para unos pocos) de parte del gobierno. ¡Por fin la gente está abriendo los ojos a las irregularidades diarias que queremos disfrazar con nuestras indiferencias! Las personas que se aprovechan de los demás, ya sea de sus empleos o de sus empleadores, ya sea de sus empleados o de sus ganancias, están alejándose de la santidad. Y justamente de eso es que nos habla el capíitulo quinto de la Constitución dogmática Lumen gentium sobre la que nos corresponde reflexionar hoy: la vocación universal a la santidad.


Porque Jesucristo se entregó a la Iglesia es que todos estamos llamados a la santidad (cf. LG 39). No es una opción para el cristiano, sino que es un mandato interior que procede de Dios el ser ejemplo y dar testimonio de la Verdad. Es incongruente, incoherente y una falsedad mayúscula que un cristiano se robe un lápiz, o un refresco, o un libro, o un vehículo, o millones en dinero. No existe nada que justifique una conducta de este tipo. Son los frutos que hacen que la santidad pueda percibirse, y esto sucede de manera especial en los que, buscando perfeccionarse en la caridad, edifican a los demás. Es decir, si quieres saber si estás dando testimonio de Jesucristo, fíjate cuántos los buscan a Él o buscan ser mejores personas sólo por estar contigo. Ejemplos sagrados de esto son los beatos Teresa de Calcuta y Juan Pablo II, que, con su ejemplo de vida, convirtieron a muchos cristianos y no-cristianos.
Todos los bautizados hemos recibido el Espíritu de Dios, por lo cual podemos ser llamados hijos de Dios, por lo cual también podemos ser llamados santos (cf. LG 40), y nuestra misión es cuidar de que esa santidad no se dañe y la pongamos a dar frutos. Si la santidad que vives no te lleva a ser más humano, más condescendiente, más solidario con las necesidades de los demás, no estás viviendo más que una falsa santidad. Si la humanidad solidaria que profesas no te lleva a ser mejor persona y no te conduce a cambiar de actitud ante la vida, no estás viviendo una verdadera humanidad. La santidad y la humanidad van de la mano, porque el ser humano fue creado para la santidad.
Todos tenemos responsabilidades distintas en este mundo: unos gobiernan, otros enseñan, otros venden, otros compran… Lo que no podemos negar es que todos dependemos de todos. Por ello es que las realidades que atentan contra la dignidad humana en nuestros países, entiéndase robos, atracos, violaciones, narcotráfico, abortos, y demás, sólo desaparecerán cuando, en justicia, misericordia y caridad, pensemos en los demás antes que en nosotros mismos. A cada cual, en lo suyo, le corresponde “colaborar con la Voluntad divina, haciendo manifiesta […] la caridad con que Dios amó al mundo”  (LG 41). Seamos explícitos: no es cristiano el que robe cosas de su lugar de trabajo para “ayudar” en su casa o a sus hijos; no es cristiano el que haga un mal uso de los bienes y servicios públicos bajo la excusa de que “yo soy quien paga los impuestos”; no es cristiano el que se quede callado ante las injusticias que le rodean por temor a perder algún beneficio personal; no es cristiano aquel que piense primero en sí mismo para salir huyendo de una situación que debe enfrentar por el bien de todos.
Nosotros los creyentes debemos practicar la caridad, recordando que la caridad implica justicia. El amor consiste en escuchar la Palabra de Dios, participar en los sacramentos, de modo especial en la Eucaristía, aplicarse a la oración y a la abnegación, pero también poner por obra todo eso que se celebra (cf. LG 42), que incluye la práctica de las virtudes y de los principios aprendidos de estas cosas. Todos estamos llamados a anonadarnos como Cristo se anonadó, abrazando la pobreza desde la libertad y renunciando a su propia voluntad. Esto es, por fin reconociendo que no vives aislado en este mundo, que las realidades de tu país te incumben, que las realidades de tu comunidad te incumben, que las realidades de tu familia te incumben. El desapego de las cosas y de las riquezas es necesario para iniciar este proceso, del cual podemos decir que, sorprendentemente, es el inicio de la santidad. El llamado a la santidad no te aísla de la realidad que te rodea, sino que te sumerge en ella para que, desde tu condición y estilo de vida, puedas procurar un bien mayor para todos.