Buen día, amados hermanos y hermanas en el Señor. Pidamos a Dios, que es el único Bueno, que tenga Misericordia de nuestras vidas y que nos muestre la Grandeza de Su Amor, para que, por la intercesión gloriosa de nuestra Madre María de la Medalla Milagrosa, podamos ser protegidos de toda desgracia y podamos anunciar la Bondad de Su Amor.
Se acaba el año litúrgico, inicia el nuevo año que anuncia la Venida de nuestro Señor Jesucristo. Este anuncio es un recuerdo histórico de la primera Venida del Señor, uno teológico del Nacimiento Suyo en nuestras vidas, pero, igual, uno escatológico sobre Su segunda Venida, ya gloriosa, como Rey y Señor del Universo. No hay mejor “coincidencia” que habar del capítulo séptimo de la Constitución dogmática Lumen Gentium, que es el que nos corresponde, ahora que todo el tiempo litúrgico nos propone el fin del reino temporal del hombre sin Dios. Reflexionemos juntos sobre la Esperanza que tenemos aquellos que guardamos los mandamientos del Señor: la índole escatológica de la Iglesia.
“La Iglesia, a la que todos estamos llamados en Cristo Jesús y en la cual conseguimos la santidad por la gracia de Dios no alcanzará su consumada plenitud sino en la gloria celeste” nos dice el número 48. No es misterio para un verdadero católico que Cristo instituyó la Iglesia y que ella es la vía por la cual podemos juntos acceder al Padre por Jesucristo en el Espíritu Santo. Es Jesucristo quien ha hecho de la Iglesia un sacramento universal de salvación, es decir, la Iglesia es un signo visible en el mundo de que Dios nos ha amado tanto que, por medio de los méritos del Salvador, nos hace ser como Él: uno, santos y universales. Esta triple connotación de nuestra fe, que la comparte por tanto la Iglesia, hace que reconozcamos la unión indisoluble entre los discípulos del Señor, de los cuales “unos peregrinan en la tierra; otros, ya difuntos, se purifican; otros, finalmente, gozan de la gloria” (LG 49). Los peregrinos oramos por los que se purifican, los que han triunfado con Cristo oran por los que se purifican y por los que peregrinamos aun.
Es clara la relación que llevamos estos tres estados, modos o formas de la Iglesia, pero sólo para aquellos que han aceptado plenamente el mensaje que Jesucristo nos dejó por los apóstoles. Estamos todos unidos en Jesucristo, y es esta fraterna solicitud la que contribuye a remediar nuestra debilidad (cf. LG 49), y es el ejercicio de la caridad fraterna la que nos hace ser uno en Cristo, santos en Cristo, universales o católicos en Cristo (cf. LG 50). Por ello se hace necesario guardar con piedad la memoria de los difuntos y reconocer que contamos además con la ayuda de los hermanos del Cielo. Se hace, pues, imposible y contradictorio pensar en una fe individual, en una salvación individual, en un juicio individual y desvinculado de los demás si hemos sido creados a Imagen de Dios-comunidad, de Dios-Tres-en-Uno, de Dios-con-nosotros, y además hemos sido salvados por un anuncio comunitario que fue dejado a la comunidad apostólica, que fue enseñado como el Señor lo envió: vinculados unos a otros (cf. Jn. 15, 9-17).
El vínculo es más que espacial, porque es temporal y eterno. Por ello es que “la más excelente manera de unirnos a la Iglesia celestial tiene lugar cuando […] celebramos juntos con gozo común las alabanzas de la Divina Majestad”, es decir, el sacrificio eucarístico. ¿Cómo, pues, menospreciar ese momento en el que la Iglesia puede declararse sacramentalmente unida y plena en ella misma y en Cristo Jesús? Sería un verdadero pecado renunciar a la unidad en la Eucaristía sólo por placeres momentáneos. No hay mayor bien en la Iglesia —y esto lo repito con la misma insistencia con la que la Iglesia lo dice— que el tesoro del Cuerpo y la Sangre de Cristo que se da por todos y se deja recibir por los que lo desean con sincero corazón.
Se hace necesario conocer estas realidades escatológicas de la Iglesia. Se hace necesario que comprendamos que el misterio de la fe se mueve más allá de nuestras capacidades limitadas, pero que estas limitaciones alanzan un grado de comprensión por la Gracia divina. Así, por ejemplo, dice el concilio que “el verdadero culto a los santos no consiste tanto en la multiplicidad de actos exteriores cuanto en la intensidad de un amor activo, por el cual, para mayor bien nuestro y de la Iglesia, buscamos en los santos el ejemplo de su vida, la participación de su intimidad y la ayuda de su intercesión” (LG 51). Se hace necesario que aprendamos a amar de verdad para que reconozcamos que el Amor de Dios no se limita a nuestro tiempo, sino que sale de él. Amemos como Él ama, amando a nuestros hermanos que peregrinan con nosotros, los que se purifican y los que gozan de la gloria del Cielo; así empezaremos a ser como Cristo.