¡Gloria a Dios por tanto Amor! Tú que has querido, Señor, que todos tus hijos se salven y lleguen al conocimiento pleno de la Verdad, haz que nuestras vidas se asemejen cada día más a la tuya para que, por la intercesión de san Alberto Magno, podamos encontrarnos cada vez más cerca de tu Amor y sepamos dar todo lo que tenemos para el beneficio y la salvación de nuestros hermanos.
Ya se acaba el tiempo litúrgico. Toda liturgia nos habla del fin de los tiempos, y nuestras vidas han de haber ido disponiéndose para recibir al Señor. Es un momento que nos lleva a pensar en la segunda venida de nuestro Señor Jesucristo, la definitiva. Sin embargo, al mismo tiempo tomamos el mes de noviembre como mes de la familia. No se extrañen al ver estas cosas, porque nada de lo que es de Dios es coincidencia. A ser familia es que estamos llamados todos los seres humanos, y, uniéndonos en un solo Amor de un solo Padre, nos hacemos todos hermanos por los méritos de nuestro Señor Jesucristo por la acción del Espíritu Santo. Al final, lo único que hay, lo único que queda es un solo Padre Dios y una sola Madre Iglesia. Por ello, quiero que aprovechemos el mes de noviembre y reflexionemos sobre la familia en el plan de salvación.
Como diría León XIII, la familia o sociedad doméstica es “verdadera sociedad y más antigua que cualquiera otra” (Rerum novarum, 9), por lo que la familia no puede ser nunca desplazada por el servicio a los poderes públicos. Como ella es un don de Dios desde el principio, la familia no se subordina al Estado, sino que el Estado está al servicio de la familia. Por lo tanto, los primeros derechos y deberes nacen en la familia: derecho a ser educada y deber de educar, derecho a ser preservada la dignidad humana y deber de preservar la dignidad humana, etc. Estos derechos que posee son “propios e inalienables” (Carta de los Derechos de la Familia, Consejo Pontificio para la Familia, 1983), y por igual sus deberes son propios e irrelegables. En este sentido, es necesario que abramos nuestros ojos y destaquemos ciertas incoherencias que cometemos, ya que no podemos esperar que nos traten como queremos si no tratamos a los demás así (cf. Mt. 7, 12).
La solución de los problemas sociales y muchos de los morales del mundo no se resuelven sólo con las acciones de los creyentes, pero sí cambiaría mucho la cara del mundo si pusiéramos de nuestra parte. Si queremos sueldos que estén de acuerdo a nuestro trabajo para mantener nuestras familias de manera digna, ¿por qué llegamos tarde a nuestras labores o por qué nos vamos más temprano? Si queremos mejores soluciones para nuestra educación para vivir en un mundo mejor, ¿por qué permitimos que nuestros hijos engañen los sistemas educativos consiguiendo las respuestas a las evaluaciones? Si queremos mejores vías públicas, mejores sistemas de electricidad y de agua, mejores servicios públicos, ¿por qué arrojamos basura en las vías o por qué dejamos encendidos aparatos eléctricos y desperdiciamos el agua o por qué maltratamos los autobuses y trenes? Un individuo que no cuida de su entorno social o ambiental es un individuo que no ama a su familia. Un cristiano que destruye algún bien público es uno que no debe llamarse cristiano, puesto que el cristiano es alguien que destierra el egoísmo de sí con la ayuda de Jesucristo.
Nuestro mundo está lleno de egoísmo por el exceso de importancia que se le da a la libertad individual. Y si lo que nos recuerdan los padres conciliares es cierto, que “Dios, que cuida de todos con paterna solicitud, ha querido que los hombres constituyan una sola familia y se traten entre sí con espíritu de hermanos” (Gaudium et spes, 24), entonces es una contradicción en su esencia que queramos ser buenas familias y propiciemos el individualismo entre nosotros. ¿Qué familia funciona cuando el padre no se comunica con la madre, la madre no se preocupa por los hijos, los hijos no buscan unos de otros y nadie busca que el otro se sienta parte de un todo? Con una familia así es mejor no tener nada. Lo más triste de todo es que muchas de nuestras familias se encaminan a esa realidad. ¿Cómo responderemos al Señor en el día final sobre si ayudamos a algún necesitado, cuando las necesidades gritan con voz de Dios ante unos oídos sordos en nuestros hogares? “¡El que tenga oídos, que oiga!” (Mt. 13, 9).
Los derechos del individuo tienen una dimensión social que les da la razón de ser. De no vivir en familia y en sociedad, el individuo no tendría derechos, puesto que son derechos delante de otros. Por lo tanto, nuestra misión como creyentes es preservar esa pequeña sociedad doméstica que llamamos familia y que hagamos todo lo que queremos que se haga en nuestro país y en nuestro mundo primero en ese lugar. ¿Queremos mejores servicios públicos? Enseñemos sobre la responsabilidad y la dignidad humana. ¿Queremos un mejor sistema educativo? Enseñemos sobre la honestidad y la verdad. ¿Queremos mejores condiciones de vida y de salud? Enseñemos sobre el respeto al prójimo y el amor. Así es más probable que el mundo cambie. Si quieres ser un héroe nacional o una santo de Dios, empieza a dar testimonio en tu familia. Cuando tu familia tenga valores firmes basados en el Evangelio, obtendremos mejores ciudadanos y mejores cristianos para cambiar lo que falta en el mundo.