¡Nos ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor! Feliz Navidad para todos ustedes, hermanos y hermanas que buscan de Dios. Que, por la intercesión de los santos inocentes mártires, podamos llegar al conocimiento pleno de la Verdad de Jesucristo y, sin miedo, entreguemos nuestras vidas por el Amor a ese conocimiento y a los hermanos que necesitan llegar a la Verdad.
Es interesante contemplar cómo muchas personas han relativizado todo el sentido de la Navidad. No sólo me refiero a que ya no se trata la Navidad como el nacimiento de Jesucristo, sino que se habla de “felices fiestas” sin mencionar qué celebramos, se cantan canciones que no dicen nada del nacimiento suyo sino de la nieve o de la alegría, se reúne la gente para comer y beber y ni siquiera hay un momento para una contemplación en el pesebre. Me refiero además a que nosotros mismos, los católicos nos dejamos llevar por un sentimiento un tanto parecido al de los esenios (una secta judía del siglo I d.C. que surgió luego de la revuelta macabea del siglo II a.C.), que vivían en comunidades aisladas fuera de la ciudad porque no querían contaminarse con aquellos que hacían las cosas mal. Los esenios se creían ya puros y santos y trataban de vivir esa santidad —lo cual no está mal—, pero lo hacían lejos de los demás. Y así actuamos nosotros, que criticamos al que no sabe vivir el sentido de la Navidad, pero no hacemos nada para ayudarlos.
Una frase icónica de Jesucristo fue la que pronunció crucificado en el Gólgota: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc. 23, 34), y, aunque la utilizamos con nuestros amigos y familiares, no solemos utilizarla con nuestros desconocidos o enemigos. Pero, reflexionemos en este sentido. Para que un pecado sea mortal, es decir, lleve a la muerte espiritual a cualquiera implica que sea cometido a plenitud de conciencia. ¿Cómo podemos afirmar que alguien que no conoce de Jesucristo está faltando con conciencia a su mandato de Amor? ¿Cómo puede un hombre o una mujer que no ha tenido un encuentro con Dios celebrar dignamente los misterios de nuestra fe? En conclusión, en ellos no hay plenitud de conciencia de lo que hacen (o dejan de hacer), y, por tanto, no debemos maltratarlos. Ahora, ¿conoces tú a Jesucristo? ¿Te sientes comprometido con lo que haces por Él? Entonces, ¿por qué juzgas a tu hermano? Eso es pecado y tú, que sí conoces a Jesucristo, lo estás haciendo a plenitud de conciencia. ¿Habrá acaso alguna diferencia entre esta realidad y la parábola del fariseo y el publicano (cf. Lc. 18, 9-14)?
Hay personas que no conocen de Dios y de Sus promesas porque tú todavía sigues viviendo el relativismo y ni siquiera te percatas de ello. No es una frase piadosa la que dice que si te sientes cómodo viviendo tu cristianismo es porque algo anda mal en él. No es para molestar que lo dicen los sacerdotes y los laicos comprometidos y las hermanas consagradas. Sencillamente lo dicen porque es una realidad. Lamentablemente, la mayoría de nosotros piensa que esta frase se aplica al otro; nunca soy yo el que debo revisarme y cambiar, porque eso implica estar constantemente cambiando mi manera de ver las cosas. ¡Uy! ¡Qué pena es que pienses o sientas eso! Eso también se te toma en cuenta y tú mismo te encargas de que la Salvación de Dios no llegue a todos tus hermanos. Me pregunto si, entre otras cosas, por eso es que también nuestro Señor se cuestiona: “Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe en la tierra?” (Lc. 18, 8b).
Hay personas que mueren por Jesucristo y no lo saben, como los santos inocentes que recordamos hoy. Ellos murieron porque Herodes quería encontrar y matar al Mesías, y, como no sabía quién era, mandó a aniquilar a todos los niños varones menores de dos años. Y, aunque eran niños, no bautizados, judíos, están disfrutando de la gloria de Dios, porque murieron por Cristo. Así mismo sucederá con nosotros, porque andamos aún tibios sin dar testimonio por todas partes. Ya bien decía nuestro Señor que los publicanos y las prostitutas nos llevan la delantera en el Reino de Dios (cf. Mt. 21, 31), porque es que ellos desean un cambio real de vida, y muchos de los católicos no lo deseamos. Muchos vemos el cristianismo como una especie de accesorio que hace nuestras vidas un poco mejores. Y nuestra fe la vemos como un conjunto de valores o como una manera de ser bueno. Cualquierizamos nuestra fe, cualquierizamos a nuestro Salvador. Nuestra salvación es ahora tan relativa, que aquél que quiera comprometerse con vivirla a plenitud le llaman fanático o le dicen que anda mal, y lo tildan de que no busca la paz entre las distintas culturas y denominaciones religiosas (o arreligiosas).
Los que hemos empapado nuestra fe en el Amor del Dios de Jesucristo no somos esenios ni deberíamos serlo. No podemos vivir una santidad aislada del mundo en el que vivimos, mirando por encima de los hombros a los que no viven su fe como deberían, porque eso es una contradicción en sí misma. Ser santo es vivir el esfuerzo con perseverancia y testimonio en medio del mundo en el que estamos, para ser motivo de santificación de aquellos que no conocen realmente las grandezas del Amor de Dios. Así que no relativices tu fe, no cometas el error de ser un antitestimonio para este mundo que tanto necesita de Dios. La fe en nuestro Señor se vive o no se vive, y no puede ser relativizada, porque tan pronto se hace, deja de ser fe en Jesucristo. Así nos recuerda el santo Padre Benedicto XVI en su mensaje de Navidad: “En realidad, Dios no cambia: es fiel a Sí mismo”. Pero vive la dureza de ese esfuerzo para ti mismo, y no juzgues al hermano que no puede hacerlo. Contigo, dureza, con él, misericordia. Y así podremos comprometernos con este mundo, para ser luz en él, incluso en medio de sus contradicciones.