Buen día, hermanos y hermanas que buscan glorificar a Dios con sus vidas. Que el Dios de la Paz nos conceda la Gracia de ser instrumentos Suyos para la salvación de los demás, para que, por la intercesión de san Agustín, aprendamos a reconocer que la vida cristiana es la misma vida humana, y que podamos así celebrar siempre la liturgia en todas partes con nuestras acciones y palabras.
Hoy concluimos la serie de reflexiones sobre los personajes que encontramos y en que, en muchas ocasiones, nos convertimos cuando no sabemos vivir adecuadamente la Verdad de la Alegría al celebrar el Amor con la liturgia eucarística. Y hoy es el mejor día para hablar de ciertos personajes que se vuelcan hacia el otro extremo, que quieren hacer de la rúbrica(la letra roja de los libros litúrgicos) el centro de toda acción litúrgica, cayendo en rubricismo y desnaturalizando la razón de ser de la Liturgia misma. A estos personajes he decidido llamarlos hiperlitúrgicos rubricistas.

Hay quienes pagamos “el diezmo de la menta, del hinojo y del comino” y limpiamos “por fuera la copa y el plato” (cf. Mt. 23, 23-26) y hacemos el énfasis en las maneras en las que deben realizarse las cosas en la misa, sin comprender que “lo esencial de la Ley” es la justicia, la misericordia y la fidelidad (cf. ibíd.). Hay quienes hemos caído en exagerar la importancia de la Liturgia porque “la Liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y al mismo tiempo la fuente de donde mana toda su fuerza” (Sacrosanctum concilium, 10), sin darnos cuenta de que hemos sacado de contexto el concepto de Liturgia. La Liturgia “realiza y manifiesta la Iglesia como signo visible de la comunión entre Dios y de los hombres por Cristo” y además “introduce a los fieles en la Vida nueva de la comunidad” (Catecismo de la Iglesia Católica, 1071), por ello la Liturgia nunca está por encima del ser humano, ya que ella es la acción del ser humano con Dios. Cuando ponemos la Liturgia y el exceso de “celo” por encima de la koinonía, es decir, por encima de la comunión eclesial y los vínculos que genera con cada uno de nosotros, estamos menospreciando la dignidad de los hermanos y, por lo tanto, estamos pecando.
Como la Liturgia “no agota toda la acción de la Iglesia” (Sacrosanctum concilium, 9) y como “debe ser precedida por la evangelización, la fe y la conversión” (Catecismo de la Iglesia Católica, 1072), debemos comprender que no podemos forzar a los demás a vivir la Vida litúrgica en Cristo si no hemos sido capaces, por Amor y con Amor, de evangelizarlos constantemente y adecuadamente para que su fe sea una que busque madurar y proceda a convertirlos. La Liturgia es sumamente importante, pero el hiperliturgismo rubricista acaba con la belleza de la Liturgia; como la Liturgia es tan importante, no podemos darnos el lujo de que nuestros hermanos, por falta de enseñanza y de testimonio no sepan vivirla. ¿Quién es el responsable de que en nuestras Eucaristías haya “bandos” que caen en los extremos rubricistas y antojadizos? Yo, que tengo conocimiento de la Liturgia, que sé reconocer por nombres los momentos de la Liturgia eucarística, que puedo sentarme a hablar con mis hermanos de comunidad. Nos dice el Catecismo que “sólo así puede [la Liturgia] dar sus frutos en la vida de los fieles: la Vida nueva según el Espíritu, el compromiso en la misión de la Iglesia y el servicio de su unidad” (no. 1072).
No hablamos de olvidarnos de la Liturgia y de su importancia, sino de darle la justa dimensión que tiene: al servicio del ser humano. Una fe madura es aquella que comprende que la Eucaristía necesita del Pueblo de Dios porque por y para el pueblo de Dios fue que nuestro Señor Jesucristo se entregó y se entrega en tan hermoso sacramento. Una vida de fe vivida en el Amor del Señor no busca divisiones sino uniones, no se hace de la vista corta con los errores y las ignorancias, y no busca criticar o jactarse del conocimiento que pueda tener. Si tienes conocimiento de estas cosas es porque a ti es que Dios quiere para que lo enseñes a los demás. Somos administradores de los bienes de Dios para los hermanos, y sólo poniendo nuestras manos a la obra podremos alcanzar la Unidad que tanto procura nuestro Señor para nosotros (cf. Jn. 17) al quedarse en tan admirable Sacramento de Amor y de Misericordia (cf. Jn. 6), y así desterraremos los personajes divisores y hasta heréticos que encarnamos cuando asistimos a misa. Que nuestras Eucaristías se llenen, pero de cristianos activos y conscientes de la responsabilidad que tienen de consagrar el mundo a Dios.