Buen día, amados hermanos en el Señor. Que Dios Padre, que se ha encargado de darnos a Su Hijo como mensaje encarnado del Amor que nos tiene, nos conceda la perseverancia, la paciencia y la fortaleza necesarias para ser testigos suyos, y así, por la intercesión de santa Cristina y de san Chárbel Makhlouf, podemos lograr que el mundo sea un mejor lugar para el encuentro entre nosotros y con Dios.
Hoy concluiremos esta serie de reflexiones sobre nuestra fe, y lo haremos uniéndonos a la conclusión del Instrumentum laboris  que hemos venido analizando del próximo Sínodo sobre la Nueva Evangelización para la Transmisión de la Fe. No sólo hemos visto que es necesario que cambiemos los métodos para anunciar el mensaje, sino que nos dejemos convencer de esto. Y no sólo nos han servido las reflexiones para esto, sino para considerar que pertenecemos a una Iglesia viva y en movimiento que siempre busca que el anuncio del Señor llegue a todas partes (a diferencia de lo que nos hacen creer los hermanos aburridos y anti-Iglesia que nos rodean). Hay, en el texto conclusivo del Instrumentum laboris, una referencia a una de las cartas de san Pablo sobre la predicación del Evangelio que me llama la atención: “¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!” (1 Co. 9, 16); y sobre esto vamos a reflexionar hoy.

Dice san Pablo, antes de esa interjección que hace que cualquiera medite en su actuar, que él no anuncia el Evangelio para gloriarse, sino que para él ese anuncio es una necesidad imperiosa. ¿Cuántas veces has sentido esa necesidad de anunciar el Evangelio? La pregunta la realizo a propósito porque he tenido la oportunidad de conocer muchas personas que sienten la necesidad con Jesucristo, pero no de anunciarlo, sino de pedirle favores. Hay un solo mandato que nos ha dado el Señor, que es amar como Él nos amó… ¿Cómo nos amó? ¿Cómo te ha amado a ti? Dejando de lado las reflexiones piadosas, lo que Él hizo mientras estuvo entre nosotros fue anunciar el Reino de Dios, es decir, encargarse de que, con sus palabras, con sus silencios, con sus obras, comprendamos que Dios nos ama y nos manda a amarnos hasta el punto de entregar constantemente nuestra vida por el rescate de muchos. Ese mandato quedó explícito en la conclusión del Evangelio según san Mateo: “Vayan, entonces, y hagan discípulos a todos los pueblos […]” (Mt. 28, 19). Entonces, ¿por qué postergar constantemente lo único que se te ha pedido que hagas?
Quien ha encontrado verdaderamente a Cristo no puede tenerlo sólo para sí, debe anunciarlo”, dice el beato Juan Pablo II en la carta con la que se concluye el jubileo del año 2000 (Novo millennio ineunte, 40). El beato hace referencia a esa necesidad imperiosa de la que habla san Pablo. No es que “debes anunciar a Jesucristo” como algo obligatorio de fuera, sino que “debes anunciar a Jesucristo” como algo obligatorio de dentro de ti. No es que otra persona te obliga, sino que el haber conocido a Jesucristo te impele a hacerlo. Si tomáramos esa frase del beato Juan Pablo II como variable de medición para el anuncio que hacemos del Señor, si sólo quien ha encontrado de verdad a Jesucristo es quien lo anuncia, ¿quiere decir que quien no lo anuncia no lo ha encontrado de verdad? Pudiéramos decir que sí. El encuentro con el Señor por la fe es el encuentro con una persona; hablas constantemente de la persona a la que amas, y la has amado porque te ha dado a conocer por el Amor las cosas que necesitabas conocer de ti y de los demás. ¿Cómo he de esconder mi fe cuando este mundo necesita esperanza? En este mundo en el que todo es motivo de angustia y tristeza (trabajo, cansancio, separaciones, muerte…) es necesario que haya esperanza. Sólo anunciando un Jesucristo muerto y resucitado, como dice el número 166 del documento con el que reflexionamos, el mundo encuentra la esperanza. Pero no sólo un Cristo resucitado -porque aquél que no ha pasado por mi dolor no puede comprenderme-, sino un anuncio de un Cristo que ha muerto como muero yo, pero que me ha dado la luz de Su Resurrección para darle otro significado a ese morir.
No tengas miedo de mostrar tu fe. El mundo ha venido a ser lo que es porque quienes deben ser luz en él (cf. Mt. 5, 14) han decidido poner la lámpara debajo de algo que lo oculte (cf. Lc. 11, 33). Seré más directo: hay tantas angustias en la gente que te rodea porque tú no te has encargado de arrojar luz en sus vidas por el Amor que Dios ha tenido por ellos en Jesucristo. ¿Dices que tienes una fe viva? Pues que se muestre en tus obras, en las palabras que dices y las que callas. No puedes seguir siendo igual después de que conoces a Jesucristo. Que tu ejemplo de Amor a Dios sea uno que lleve a los demás a querer encontrarse con Él y a tener una fe que pueda mover montañas. No tengas miedo de mostrar tu fe.