Buen día, hermanos y hermanas. Pidamos a Dios que, por todo el Amor que tiene para Su Hijo, nos conceda a la Iglesia, como Esposa amada Suya, la gracia de conocer la Verdad y de poder dejar las pasiones humanas de lado, para que, por la intercesión de san Pío V, amemos en obediencia las enseñanzas de la Iglesia y seamos Luz para todos los que nos rodean.

Muchos de nosotros quizá hemos oído alguna vez en algún retiro o en alguna celebración eucarística aquello de “laudes” o de “vísperas”, pero no lo entendemos bien o, puede ser, ni sabemos que es un mandato de la Iglesia. Hoy reflexionaremos sobre el capítulo cuarto de la Constitución Dogmática Sacrosanctum Concilium del Concilio Vaticano II, que trata justamente sobre esto: el oficio divino.
El santo que hoy recordamos, san Pío V, fue un papa que se encargó de que la reforma que trajo consigo el Concilio de Trento fuera aplicadas en la Iglesia; temas como la clausura de religiosos, la santidad de los sacerdotes, las visitas pastorales, el impulso a las misiones, la corrección de fiestas de santos y sus leyendas extravagantes, logró que se llevaran a cabo. Pues esto mismo es lo que ha querido hacer el anterior papa Benedicto XVI en este Año de la Fe. No necesitamos maravillosos predicadores que nos enseñen a vivir la fe, sino que nos creamos aquello que la Iglesia ha definido, con auxilio del Espíritu Santo, como dogmas fundamentales en estos y otros documentos.
El oficio divino, también conocido como la liturgia de las horas, es la alabanza de Cristo Sacerdote en la Iglesia (cf. SC 83), con la que Dios es ensalzado a través de la consagración de todo el día (cf. SC 84). Si consagramos el año con las fiestas pascuales, y consagramos las semanas con los Domingos, ¿cómo no consagrar el día con alabanzas constantes? Estas alabanzas se hacen en calidad de Esposa de Cristo (cf. SC 85): “Es en verdad la voz de la misma Esposa que ha habla al Esposo, más aún, es la oración de Cristo, con su Cuerpo, al Padre” (SC 84).
Con la reforma que realiza la Sacrosanctum Concilium hay una mayor riqueza en la consagración del día. La hora maitines se reza en la madrugada, las laudes se rezan en las primeras horas de la mañana, la tercia se reza hacia las nueve de la mañana, la sexta se reza al mediodía, la nona se reza hacia las tres de la tarde, las vísperas se rezan al caer el sol, y las completas, al finalizar la jornada. Los laicos no estamos obligados a ninguna de ellas, porque siempre andamos ocupados, sin embargo, sí se nos exhorta encarecidamente a santificar nuestras vidas con el rezo de laudes, vísperas y completas, ya que el oficio divino es “fuente de piedad y alimento de oración personal” (SC 90).
Es tan rico lo que contienen las páginas de estos libros de rezos, que rezamos con los salmos, que leemos la Sagrada Escritura, que cantamos himnos de católicos famosos como Félix Lope de Vega, Gabriela Mistral, santa Teresa de Jesús y muchos más. Es una recomendación que nos hace el Concilio Vaticano II aquello de que los laicos recemos el oficio divino “o con los sacerdotes o reunidos entre sí e inclusive en particular” (SC 100). Es que no hay un alma que rece la Liturgia de las Horas que no se vea levantada en sus conocimientos y en su espiritualidad.
Aquello que determina el Concilio con respecto de la lengua oficial de los Sacramentos es aplicable por igual a la Liturgia de las Horas (cf. SC 101): aprendamos latín. No queramos vivir como autónomos. Es precioso poder hablar un mismo idioma cuando nos reunimos a rezar de diversas partes del mundo; así como hemos querido que haya un idioma universal para las comunicaciones (que todavía es el inglés), no nos neguemos ante la posibilidad de que siga habiendo un solo idioma universal para juntos alabar a Dios: el idioma oficial de nuestra fe. Un ejemplo precioso de esto es el “Regina cœli” que rezamos en este tiempo de pascua; nada suena más hermoso que el mundo entero alabando a Dios en un mismo idioma: es una manera de manifestarse el Pentecostés.